CALIGRAFÍA DE LAS SOMBRAS

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Caligrafía de las sombras como legado.

Nelly Sachs1

[Advertencia sobre las notas al final. Pese a que este texto pertenece y quiere pertenecer a la brevedad de un espacio delimitado –el del ensayo-, y pese a que su objeto se estudio es quizá lo más breve que podemos ver –qué más breve que el instante infinitesimal de lo fotográfico-, todo lo que aquí se dice intenta señalar un exceso de sentido, un desbordamiento, una imposibilidad de totalización. Exceso, tal vez, que explota en unas notas que no deben pensarse como complementos sino, mejor, como suplementos del sentido que aquí pretendo explorar, es decir como indicios del movimiento de un sentido siempre infinito, siempre otro.]

Serie Silencios de Bojayá

Silencio ciego

2010

101x152cm

Digital C-Print

i. Ceguera

Silencios de Bojayá:2 el silencio plural que habita este topónimo, esta palabra que designa un espacio forzosamente deshabitado y prohibido, un espacio que nos hiere con el mutismo ensordecedor de un sentido fracturado que nos es y será siempre ajeno, es el silencio de una fecha única y secreta. Una fecha de la que sólo resta la ceniza, la ruina huérfana, el índice –la fotografía, quizá- como cifra de su partida definitiva. Una fecha que se conmemora como el sustrato no-memorable de toda narración mnemónica, como aquello que sólo conservamos bajo la forma de un silencio ciego, la marca o el trazo de lo inmemorial. Una fecha que reúne en ella a 119 muertes singulares, irrepetibles, insepultas; una fecha secreta y enmudecida que es una y es muchas, al menos 119. A las 10:43 de la mañana del 2 de mayo 2002, una pipeta de gas lanzada por guerrilleros de las FARC en medio de un combate con paramilitares de las AUC explota en una iglesia en la que se resguardan 119 civiles en la cabecera de Bojayá, un pequeño municipio en el Chocó. El estruendo se prolonga en un intervalo de silencio que llega hasta nosotros como la fuerza de una violencia que quiebra nuestro intento de elaborar una experiencia que nos hiere, que es siempre otra, que viene y retorna al otro muerto cuya alteridad entrecorta estas palabras.

Fecha, sin más, traumática:3 sentido invisible, no-apropiable, ubicado en la exterioridad de un exceso incomprensible, del más-allá-del-sentido de las víctimas que (no) se presenta en una representación que, como sugiere Cathy Caruth, “no sólo representa la violencia, sino que transmite también el impacto de su propia incomprensibilidad”.4 La superficie de la fotografía, registro prometedor de una visión directa, se superpone aquí con la de un tablero derruido, espacio de escritura, para la escritura. La metáfora de Echavarría es aguda: la superficie de la fotografía-tablero, una superficie captada en un primer plano que previene la profundidad del espacio fotográfico, es aquí el espacio de una extensión blanca, de una escritura que se borra a sí misma para exponer su sentido en su no-exposición: una escritura de la no escritura, una escritura ciega. Frente a la promesa de visión se impone el silencio ciego de la fotografía como escritura del trauma: superficie sin profundidad, signo ilegible de una literalidad prohibida, significante en que el que se desplaza un significado –una(s) fecha(s)- que no es ni ha sido nunca inmanente, que siempre está fuera de sí. No hay nada que ver, no hay revelación ni encarnación de sentido; sólo queda, siguiendo a Blanchot, “la espera de una mirada más amplia, de una posibilidad de ver sin las palabras mismas que significan la vista”:5 la suspensión de la visión, la ceguera como una actitud de lectura que abre el espacio en el que nos (des)encontramos con el otro muerto –la fecha traumática, el sentido que habla sin hablar en la sordera de un silencio ciego.

Serie Silencios de Bojayá

Silencio caído

2010

101x152cm

Digital C-Print

ii. Sufrimiento, praesentia in absentia

¿Cuál es la verdad –si es que se trata de algo así- que aparece en estas fotografías? ¿De qué se trata esta posibilidad de ver que sólo se abre con el reconocimiento de la ceguera, de esta interrupción hermenéutica? El tablero se resquebraja, su cuerpo se desmiembra en una superficie agrietada, fracturada que poco a poco se cae, se desnuda, desaparece del campo de la visión. El espacio de la escritura se hace fragmento, se expone en su absoluta vulnerabilidad, se retira o vacía de sí mismo no para descubrir una verdad oculta –una fecha, un sentido- y así cumplir con la promesa de la visión, sino más bien para anunciar su carácter impenetrable, siempre otro, exterior y hermético, en la aparición muda de una frontera inquebrantable: un muro. No pasaremos, nunca podremos pasar, No pasarán: no hay contraseña que valga -esa es, quizá, la verdad ciega de estas imágenes que se oponen a la luminosidad prometedora de una verdad moderna, ilustrada y, en breve, redentora. No hay redención estética; la fecha impronunciable, el tiempo y el espacio de las 119 muertes, es y será siempre un tiempo y un espacio otro en su singularidad sin sepultura, un sentido otro que nunca podremos totalizar, que no está aquí -en una presencia inmanente al signo fotográfico- pero tampoco allá, en el más allá de una trascendencia redentora, de un centro de sentido originario, de una promesa de visión. Se trata de una verdad fragmentaria, un silencio caído, una referencia caída, traumática,6 que se presenta ausentándose, in absentia, o, diríamos con Nancy, en la auto-apertura de un “fragmento: ya no la pieza caída de un conjunto quebrado, sino el destello de lo que no es ni inmanente ni trascendente, la apertura y la fractura del acceso”.7La apertura/fractura del umbral: estoy contigo adentro, afuera.

¿Y no es esta verdad ciega la verdad de toda fotografía, de todo índice, quizá de toda escritura? La contigüidad, la proximidad material del registro fotográfico es sólo la afirmación de la distancia insalvable de la pérdida, de una oscuridad desnuda en la que la lo único que aparece es la desaparición como la verdad de todo aparecer. El otro muerto nunca está ni estará aquí: su tiempo es el de un pasado absolutamente pasado, el tiempo del diferimiento (espaciamiento, retraso y aplazamiento, différance) del sentido que se traza en la violencia de la huella. No, no hay nada que se revele ni que se releve, sólo el movimiento del vaciamiento, la salida de sí en la frontera, el destello del fragmento, la prohibición del paso, o, desde este lado, desde el lado del sobreviviente, el sufrimiento frente al muro, la superficie impenetrable de un duelo imposible, de un lamento sin fin: “estar delante de la oscuridad del sentido ni develado, ni producido, ni conquistado, sino sufrido […] Sufrir el sentido: sufrir su estar-ausente”8, reconocer su presencia como una alteridad que vive con nosotros: una ausencia dolorosa que jamás podremos interiorizar, la violencia indecible que se cifra en una herida –nuestra herida- que sólo cicatriza (sin hacerlo nunca) cuando nos comprometemos a cuidar su abertura.

Praesentia in absentia: no tenemos palabras (ni silencios) para nombrar la muerte.9

Serie Silencios de Bojayá

Silencio con gotas

2010

101x152cm

Digital C-Print

iii. Ver el rostro de la Medusa –soplo entrecortado

Silencio con gotas, silencio de lágrimas. La fotografía llora sobre un muro –una puerta prohibida, un paso interrumpido- cubierto por la humedad cuya ruina y abandono invita a unos espectadores vegetales: el musgo crece con cuidado sobre la superficie, acaricia las heridas de un pasado violento que resuenan en las grietas y la cubre, las borra como se borra el dolor en una cicatriz: oculta para anunciar la hendidura pasada, olvida para recordar. Un par de helechos asisten a esta ceremonia de velación (sepultar, pero también ocultar), testigos mudos que, en poco tiempo, custodiarán por completo el tablero, lo cobijarán con su sombra.10 La escena es la de un cuerpo desgarrado que exhibe sus llagas, su dolor, apelando a la fuerza de una belleza sutil. Es innegable: Echavarría le apuesta aquí a una arriesgada estetización de la violencia que, no por eso, deja pasar la advertencia e Benjamin sobre la estetización de la política y, en particular, de los desastres de la guerra.11 “La transformación que se logra en el arte es lo que nos permite ver el horror sin paralizarnos”,12 afirma el artista: el gesto estético no supone aquí una neutralización o dialectización del dolor ajeno, pues consiste una estrategia que abre una visión-ciega, una posibilidad de ver lo invisible, de despertar al dolor ilegible del otro muerto.13 En efecto, la operación estética que subyace en las fotografías de los tableros huérfanos de Bojayá no es la de una totalización del sentido que permite la interiorización de la alteridad y la singularidad de las víctimas en la obra de arte; por el contrario, las imágenes suspenden todo intento de totalización en la medida en que su belleza es la huella de un exceso de sentido no-apropiable, de una alteridad que nos agrede con su fuerza incontenible: una mirada que nos desborda.

“El arte es como el escudo de Perseo en el cual podemos mirar el rostro de la Medusa”,14 escudo que se protege de una verdad aterradora que no puede ni debe verse directamente. La apuesta aquí es la del testimonio entendido como una visión indirecta que se encarna en la acción sorda del musgo. Niemand zeugt für den Zeugen, escribe Celan:15 las fotografías conmemoran la fecha traumática, la fecha secreta del silencio plural que recorre todos los tableros, confesando su impotencia para hospedar un sentido otro que sólo las habita des-habitándolas. Echavarría escribe borrando, recuerda olvidando: su poética es la de una visión alegórica de mundo que encuentra su forma en la exposición estetizada de un desobramiento:16 el au-sentido (absens)17 de la muerte nos sobrepasa, el duelo nunca termina. La sombra de la Shoah –el nombre de lo sin nombre, de una violencia inapelable- llega a nosotros en estas fotografías no como un discurso que habla sobre algo, “sino como un soplo que en verdad no habla, […] una larga síncopa de sentido”,18 una renuncia a la narración. Un soplo anterior a la palabra en el que resuena el silencio como imperativo ético: la plegaria muda,19 el llamado incontestable del otro muerto, la interrupción que nos despierta. Soplo: raíz de la comunicabilidad pero no-comunicación en sí mismo: palabra entrecortada, quizá tartamudeo, palabra-silencio.

Sólo viene hacia nosotros un –tu- aliento indecible, “nuestro soplo entrecortado”.20

Serie Silencios de Bojayá

Silencio atrapado

2010

101x152cm

Digital C-Print

iv. Caligrafía de las sombras

Como si se tratara de los trazos que las líneas que anuncian un punto de fuga, los cuatro vértices que marcan los bordes entre los muros y el suelo y entre éstos y el cielo abierto convergen en un punto de encuentro prometido pero invisible: un punto ciego. Un muro con un tablero abandonado interrumpe esta proyección de la visión y posa nuestra mirada sobre el espacio de esta habitación cerrada, del encierro de este silencio atrapado. La fotografía protege un secreto, lo encierra en una cripta que guarda la singularidad de 119 muertes, la alteridad absoluta de una fecha traumática, herida, plural. Al anteponer la superficie del tablero vacío, vaciándose, la fotografía consagra el sustrato inmemorial de la muerte previniendo su dialectización. Atrapa el secreto, pero no lo ahoga; antes bien, lo presenta en su no-presentación, en su ausentarse, en su resistencia a la interiorización. Se cierra sobre él abriéndolo a la extensión infinita del cielo. No hay muerte que dialogue el nosotros de los testigos, los espectadores de este lado del muro; su fuerza inapelable punza la fantasía de una comunidad total en la que incluso los muertos se recuperan como presencias. Quizá sea ese el punctum de estas fotografías,21 la advertencia de una ‘muerte indialéctica’: su verdad es la de una interrupción, de la fractura que hace  la idea de un nosotros completo y que, más bien, lo revela como una unidad necesariamente quebrada, desobrada.

“No debería suponerse un «nosotros» cuando el tema es la mirada al dolor de los demás”22 dice Sontag: todo intento de totalización de la comunidad en un nosotros que observa y se observa en el relato de la Historia –un nosotros moderno, iluminador- oculta el silencio de los vencidos,23 la opacidad siempre ilegible que antecede a toda visión: la oscuridad en la que se abre nuestra posibilidad de ver. La escritura del trauma de Echavarría es una escritura caligráfica que se resiste a la codificación, a la apropiación o incorporación de un sentido otro que la excede. Forma que consigue hablar en silencio, vaciándose de la voz en un soplo; significante cuyo significado (des)aparece en una superficie sin profundidad; silueta que es sólo sombra. Caligrafía de las sombras como legado: es sobre esta conciencia del desobramiento que se erige el nos-otros herido, frágil, de la comunidad quebrada que se anuncia en estas fotografías: una comunidad fundada sobre la interrupción de la muerte, una comunidad cosida a partir de la fractura.

(Punzante legado: escribir con sombras o quizá des-escribir todo lo escrito. Escribir sobre la línea de tu sombra que me acompaña como lo otro que se anuncia en la negrura de la mía, circundar tu voz silente en el trazo infinito de la huella, la caricia tangencial que demarca tu habitación prohibida, un soplo entrecortado, un ojo –mío, tuyo, nuestro- ciego; velarte, sin más, en el centro sin centro de una tumba abierta, de esta escritura opaca y suspendida: el abismo caligráfico de nuestra o. Sí: (des)encontrarte en el eco, tocarte en la estela de tu fuga sin retorno).


[1] “Der Schatten Kalligraphie / als Nachlaβ”. Versos 14 y 15 del poema “La silueta” (“Der Umriss”) del quinto poemario publicado por Sachs en 1961, Viaje a la transparencia (Fahrt ins Staublose). Ver Nelly Sachs, Viaje a la trasparencia, obra poética completa, trad. José Luis Reina Palazón (Madrid: Trotta, 2009).

[2] La serie de cuatro fotografías de gran formato con este nombre forma parte de la serie mayor La o que Juan Manuel Echavarría expuso en la Galería Sextante (octubre a noviembre de 2011)  y en la Universidad de los Andes (febrero a marzo de 2012). El artista tomó las fotografías en los Montes de María (Bolívar, Colombia) en marzo de 2010, cuando fue invitado por la comunidad a la conmemoración de los diez años de su destierro por grupos paramilitares de la zona. La mayoría de las fotografías de La o son de las ruinas Escuela Rural Mixta de Mampuján, y consisten en una suerte de retratos cercanos de sus tableros destruidos, cubiertos por la vegetación y enmarcados en muros agrietados por la intemperie, la violencia y el paso del tiempo. También hay algunas tomas interiores de los salones que, después de la ocupación paramilitar, se transformarían en viviendas provisionales e incluso en refugios militares. Las cuatro fotografías de Silencios de Bojayá continúan con esta línea temática –el retrato de los tableros vacíos, de sus ‘silencios’- en una locación distinta: el municipio de Bojayá que fue escenario en mayo de 2002 de una de las masacres más sangrientas de la historia reciente del país. El artista se refiere a esta catástrofe a través de los relatos de sus sobrevivientes y testigos en su videoinstalación Bocas de Ceniza (2003) y de las tumbas anónimas y los rituales de duelo de la comunidad de Puerto Berrío registrados en la serie de fotografías Réquiem NN (2006-2012). Las fotografías de Silencios de Bojayá que aquí se presentan fueron tomadas de la página web www.jmechavarría.com.

[3] En Unclaimed Experience: Trauma, Narrative and History (Baltimore: The John Hopkins University Press, 1996), texto fundacional en los estudios post-estructuralistas sobre el trauma, Cathy Caruth sugiere una definición psicoanalítica del término cuyo eje es el estudio de la narrativa sobre estas experiencias que Freud inaugura en Más allá del principio del placer (1920). Según la autora, el trauma consiste en una herida psicológica que un evento catastrófico impone sobre la psiquis del sujeto que lo experimenta, evento que se repite compulsivamente y retorna al traumatizado recordándole una ‘verdad’ que no ha elaborado en su conciencia. El trauma está, pues, íntimamente vinculado con una dificultad lingüística y epistemológica, en tanto que la repetición del evento en las representaciones que agobian y atormentan al traumatizado indica que éstas son insuficientes para elaborar conscientemente la herida psicológica. Esto porque, como dice la autora, “aquello que regresa a atormentar a la víctima no es sólo la realidad del evento violento, sino también la realidad del modo en que su violencia no ha sido conocida [elaborada, representada] del todo” (6, trad. mía). De acuerdo con esto, el trauma es la marca de una referencia perdida, irrecuperable y no-presentable que escapa a la elaboración puesto que sus efectos son siempre ‘tardíos’ o, si se quiere, operan como un significado diferido en sus posteriores representaciones metafóricas. La experiencia traumática desborda al signo lingüístico, excede sus fronteras y se impone como una exterioridad impenetrable que retorna para recordar al traumatizado –una suerte de ‘lector’ de sí mismo- la violencia de lo incomprensible. En este orden de ideas, la escritura del trauma es la de una representación tardía, distanciada inevitablemente de un referente perdido que siempre la sobrepasa. Se trata de una escritura cuyo sistema referencial es opaco en la medida en que su condición de posibilidad es la oblicuidad, la referencia indirecta, la distancia insalvable del centro discursivo disperso y diseminado en la representación. Lejos de la búsqueda de un significado que por su misma naturaleza excede la visión que ofrecen las palabras, la escritura del trauma exige una mirada más amplia, una posibilidad de ver fundada sobre la aceptación de la impotencia de toda escritura para recuperar, dada su inherente cualidad metafórica, una literalidad siempre exterior y siempre excesiva.

[4] Caruth, Unclaimed Experience, 4, trad. mía.

[5] Maurice Blanchot. “El ultimo en hablar” en La bestia de Lascaux y El último en hablar, trad. Alberto Ruiz de Samaniego (Madrid: Tecnos, 2001), 44.

[6] La escritura del trauma es la de una representación tardía, distanciada inevitablemente de un referente perdido que siempre la sobrepasa; como bien apunta Dominick LaCapra en Escribir la historia, escribir el trauma (trad. Elena Marengo, Buenos Aires: Nueva Visión, 2005), “hablar de escribir el trauma es hacer una métafora, pues escribir implica una distancia y es imposible escribir el trauma mismo; el trauma señala una demoledora ruptura” (191-192). Se trata de una escritura que pone en escena hasta el exceso el carácter metafórico de toda escritura, en la medida en que su condición de posibilidad es la oblicuidad, la referencia indirecta, la distancia insalvable del centro discursivo disperso y diseminado en la cadena de sus representaciones suplementarias. Esta idea resuena en el capítulo dedicado al problema de la referencia de Unclaimed Experience, capítulo en el que Caruth confirma radicalmente esta imperiosa oblicuidad de las representaciones traumáticas cuando dice que “el impacto de la referencia se siente no en la búsqueda de un referente externo, sino en la necesidad, y el fracaso, de la teoría; […] al caer, [la teoría] refiere” (90). Si las representaciones interpelan al traumatizado exigiéndole una explicación racional y consciente (una teoría) del evento traumático, este último sólo aparece en la conciencia bajo la forma de su incomprensibilidad fundamental, poniendo de manifiesto los límites (y fisuras) del yo. La referencia –la experiencia traumática que se anuncia en la repetición compulsiva- es producto entonces de la caída de la ‘teoría’ que la conciencia edifica para explicar el contenido esquivo y resistente que está en los márgenes de sus representaciones. De ahí que antes que ser externa o anterior al sistema o discurso ‘teórico’ que pretende elaborarla, la referencia traumática sea siempre el producto de esta caída abismal: un silencio caído.

[7] Jean-Luc Nancy, “El arte, fragmento” en El sentido del mundo, trad. Jorge Manuel Casas (Buenos Aires: La marca, 2003), 195.

[8] Jean-Luc Nancy, “Pena. Sufrimiento. Desgracia.” en El sentido del mundo, 217.

[9] La suspensión del sentido como presencia o significado inmanente se desprende del carácter incodificable del signo fotográfico o, diríamos como C. S. Peirce, del signo indéxico. Como bien señala Rosalind Krauss en sus “Notas sobre el Índice” (La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, trad. Alfonso Gómez Cedillo, Madrid: Alianza, 1996) remitiéndose a uno de los argumentos que Benjamin ya había planteado en su Pequeña historia de la fotografía (1931), “al no estar codificado –o al ser incodificable- [el mensaje sin código] debe ser complementado por un discurso que reitere el mensaje de la pura presencia en un leguaje articulado” (226), discursos como el ‘pie de foto’ que establecen una convención de lectura o que, si se quiere, reducen la apertura del sentido de la fotografía a un encuadre hermenéutico específico. En efecto, una foto puede tener significados diferentes (incluso opuestos) si es leída o enmarcada a partir de discursos distintos. Sin embargo, las operaciones discursivas que instauran los nombres de las fotos de Echavarría parecen más bien acentuar esta imposibilidad de la codificación, en tanto que aquello que designan como su ‘encuadre hermenéutico’ es justamente la opacidad de un sentido nunca apropiable que sólo se expone como un silencio hermético. Los cuatro nombres, los cuatros silencios, se personifican a través de un adjetivo o una fórmula (ciego, caído, con gotas, encerrado) que produce un efecto sinestésico al adjudicarles características que son ajenas al campo semántico de lo sonoro. Esta conjunción entre el silencio y lo visual (ciego), lo táctil (con gotas) y lo espacial (caído, encerrado) en la prosopopeya de estos nombres provoca un desplazamiento de su sentido que, antes que imponer un sistema de codificación cerrado como el descrito por Krauss, recalcan la apertura del sentido de la imagen fotográfica que ‘complementan’. Los nombres aquí no son descripciones que reiteran la ‘pura presencia en un lenguaje articulado’ sino que anuncian una ausencia pura o un silencio incodificable, esto es la imposibilidad de llevar a cabo dicha operación, esto es la visión total deseada.

[10] Como sucede en las fotografías “Silencio mustio” y “Silencio naranja” de la serie La o, en las que los tableros son apenas visibles detrás de una vegetación densa.

[11] En el epílogo de su famoso ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (“The Work of Art in the Age of Its Technical Reproducibility” en Selected Writings Vol. 4, eds. Howard Eiland y Michael W Jennings, Cambridge MA: Belknap Press, 2003), Benjamin advierte el peligro de la estetización de la vida política como instancia de autoalienación del sujeto que le permite encontrar un placer estético en las escenas de su propia autodestrucción, refiriéndose en particular a la estetización de la guerra y de la máquina en el futurismo y su relación con el silencioso surgimiento de los movimientos fascistas. “La humanidad […] se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma,” dice Benjamin, “su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el esteticismo de la política que el fascismo propugna” (282, trad. mía). Después del genocidio nazi, las estéticas negativas derivadas de la sentencia de Adorno según la cual ‘después de Auschwitz no puede haber poesía’ aparecen en cierto sentido como una reafirmación de la advertencia benjaminiana que busca prevenir la dialectización o neutralización  en la representación artística de la experiencia del Holocausto que inaugura lo que Nancy llama en La representación prohibida (trad. Margarita Martínez, Buenos Aires: Amorrortu, 2007) una “cultura de Auschwitz” (74): una serie de discursos que buscan alternativas de representación ubicadas en la aporía entre lo presentable y lo no presentable, el deber de la memoria y la necesidad del olvido, la compasión y el sentimentalismo. Podemos pensar que en la obra de Echavarría la elaboración sobre los eventos violentos de la historia reciente colombiana se inscribe en esa pregunta por la representación de la catástrofe y de la violencia que, sin embargo, aboga por la función no neutralizadora de su estetización que, más bien, es una estrategia de activación ética y política. Esta estrategia recorre las obras de artistas colombianos contemporáneos como Doris Salcedo, Óscar Muñoz y Rodrigo Facundo, en cuyos trabajos la belleza nunca aparece como un fin en sí mismo sino, podríamos decir, como una operación casi retórica destinada a involucrar –y activar- la subjetividad de un espectador que, por lo tanto, sólo puede participar en la obra cuando renuncia a la posición moderna del ‘observador desinteresado’. Para una exploración cuidadosa del tema en el ensayo de Benjamin, véase María Mercedes Andrade, “Los peligros de la estética en ‘La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica’”, Revista de Estudios Sociales 34 (2009): 72-80.

[12] Matthieu De Nanteuil, “La política de lo visible. Arte y violencia, diálogo con Juan Manuel Echavarría”, Institute of Analysis of Change in Contemporary and Historical Societies. Université Catholique de Louvain [citada el 26 de abril de 2012]]: disponible en http://www.ucl.be/397590.html .

[13] La definición del trauma de Caruth desemboca en la idea de un ‘despertar traumático’ de los testigos secundarios, los oyentes o lectores de los relatos de los sobrevivientes, como el efecto ético de la ilegibilidad de la escritura del trauma. Este despertar no se posa tanto en la recuperación de la experiencia de las víctimas como la relación del lector de la escritura ilegible que no consigue referirla o, lo que es lo mismo, que lo hace a partir de la caída, de la oblicuidad. Esta ilegibilidad se asienta sobre el hecho de que es en nuestra incomprensibilidad y en nuestra partida del sentido y del entendimiento que nuestro ser testigos puede darse (Unclaimed Experience, 56), que nuestra respuesta (siempre tardía) al imperativo ético antes mencionado puede iniciarse. “El despertar no consiste en ver”, concluye Caruth, “sino en entregar la visión que no contiene y no puede contener nada al otro” (Unclaimed Experience, 111), entregar la posibilidad de una visión, es decir el señalamiento  de la distancia ética que separa al otro muerto de los vivos –los espectadores, en nuestro caso, de las fotografías. Distancia, por lo demás, en la que se anuncia una responsabilidad infinita, una deuda insuperable con las víctimas.

[14] De Nanteuil, “La política de lo visible”.

[15] “Nadie / testimonia / por el testigo”, escribe Celan en los versos 24-26 del poema “Aschenglorie” (“Aureola de cenizas”) del poemario Atemwende (Cambio de aliento, 1967). Nadie puede ver por el otro muerto  lo que él o ella ha visto. No podemos comunicar aquello que el testigo ha visto, aquello que el caballo blanco, la vaca sufriente o el ternero huérfano que aparecen mirando a la cámara de frente en las tres fotos tituladas “El testigo” de Echavarría (1998, 2000 y 2010) tienen para decir sobre lo que han visto. Antes bien, su mirada parece imprecarnos con el imperativo de una renuncia: no digas nada, no puedes decir nada, sólo, quizá, que nada puedes decir. La comunicación de una verdad vaciándose que aparece desvaneciéndose en las fotografías Echavarría, la verdad del trauma, revela la estructura del testimonio como la de una visión que tiene lugar en la ceguera. Leer la escritura del trauma (observar la fotografía en nuestro caso) consiste en dar testimonio de una experiencia que nos es siempre ajena, es decir en comunicar una verdad a través del señalamiento de la incapacidad para hacerlo o, si se quiere, en presentar una verdad en una representación que renuncia a sí misma (como sucede en los tableros de Echavarría), de una narración que se niega a la comunicabilidad y que, así, ofrece una posibilidad de visión de lo no-comunicable a quien la acepta, a quien está dispuesto a recibirla aceptando su ceguera. Véase el trabajo de Derrida sobre la poesía de Celan en Schibboleth, para Paul Celan (1986), para explorar el paralelismo entre las estructuras del testimonio y el duelo. Para la traducción del poema de Celan, ver Paul Celan, Obras completas, trad. José Luis Reina Palazón (Madrid: Trotta, 2009).

[16] En El origen del drama barroco alemán (1925) Benjamin sugiere que la alegoría es una ‘manera de ver’, una visión de mundo caracterizada por la disolución de la idea del significado como una entidad estable y unitaria que presupone  la concepción tradicional de la alegoría y de los tropos retóricos. La alegoría sería la revelación entonces de un significado caída que se disuelve (o disemina) en una pluralidad de significados incontenible, es decir en la explosión polisémica del lenguaje que previene toda totalización del sentido. Esta idea está relacionada con aquella del desobramiento planteada por Nancy en La comunidad desobrada (1983), esto es la concepción del fundamento de la comunidad no en el sentido del vínculo político como obra totalizada y totalizadora, como la identidad de la razón universal de los proyectos modernos que comparten todos los individuos y que es superior a ellos en la medida en que incorpora sus diferencias, sino como la situación compartida de un sentido no-totalizable en el que las diferencias se afirman, un sentido desobrado que se erige en la interrupción, en la fractura.

[17] En La representación prohibida, Nancy introduce el concepto de au-sentido para referirse al sentido abierto de la imagen “que no entrega su verdad más que en la retirada de su presencia; una presencia cuyo sentido es un au-sentido [absens]” (28) o, en otras palabras, cuyo sentido sólo se presenta saliendo de sí mismo, retirándose en un proceso de auto-apertura o auto-distinción que le otorga su fuerza. La homofonía entre las palabras francesas absence (ausencia) y absens (au-sentido) señala que toda ausencia o, si se quiere, todo pensamiento sobre la ausencia –cuya manifestación extrema es la no-presentación del sentido otro de la muerte- no debe asentarse en su oposición a una presencia entendida como plenitud esencial, absoluta, totalizada y cerrada sobre sí misma. Por el contrario, la fuerza de la ausencia que se presenta en la imagen –particularmente en aquellas imágenes que, como las fotografías de Echavarría, buscan aproximarse a la violencia de la muerte sin caer en su estetización totalizadora- está dada por el movimiento de retirada o vaciamiento de una presencia que sólo se expone de tal forma, vaciándose –siempre en gerundio, pues la acción del repliegue nunca termina y, más aún, nunca debe terminar. Solo en la suspensión de esta retirada infinita el otro muerto se nos presenta como una alteridad con la que dialogamos a partir de la distancia o la interrupción que nos separa de él, la distancia del sentido como au-sentido que prueba nuestro respeto de su singularidad y que, en última instancia, nos previene de cualquier intento de totalización que terminaría por condenarlo al más absoluto y violento mutismo o, lo que es lo mismo, que neutralizaría la alteridad de su movimiento de retirada, de su auto-vaciamiento, de su modo de estar-en-la-muerte.

[18] Nancy, La representación, 77.

[19] Este es el título de una de las instalaciones más recientes de Doris Salcedo, en la cual la vida vegetal aparece también como una garantía de que la vida persiste en el testigo que acompaña y borra a la vez los rastros de las víctimas, que recuerda y olvida, que recuerda olvidando sin olvidar nunca el llamado incontestable e irrepresentable (plegaria muda) de los otros muertos. La relación entre Echavarría y Salcedo no se ha explorado en la crítica colombiana, y tal vez ambos comparten una idea sobre la activación política del espectador que sería preciso observar en otro ensayo. Sobre el lugar de la vida vegetal en la instalación de Salcedo y su relación con el sentido político de la obra, véase el artículo “Waiting for the Political Moment” de Mieke Bal publicado en el catálogo (Doris Salcedo: Plegaria muda, Prestel Publishing, 2011).

[20] Nancy, La representación, 78.

[21] “[E]l punctum es, va a morir. Yo leo al mismo tiempo: esto será y esto ha sido; observo horrorizado un futuro anterior en el que lo que se ventila es la muerte […] En la fotografía siempre hay un aplastamiento del Tiempo: esto ha muerto y esto va a morir” (165). Estas palabras de Roland Barthes en La cámara lúcida, notas sobre la fotografía (trad. Joaquín Sala-Sanahuja. Barcelona: Paidós, 1990) describen el punctum como una suerte de pulsión de muerte inevitable, una herida que punza las fantasías de completitud del sentido del yo en tanto que es anuncio premonitorio de la muerte del sujeto en aquello que aparece congelado en la fotografía y cuyo congelamiento es la promesa de su futura desaparición. El punctum es aquello que la fotografía comunica en silencio como resto, huella o índice, esto es la desaparición posterior de su referente; se trata, pues, de un futuro anterior, una advertencia de la muerte futura en el registro de los restos de un pasado siempre anterior, siempre exterior al signo fotográfico.

[22] Susan Sontag, Ante el dolor de los demás, trad. Aurelio Major (Bogotá: Alfaguara, 2004), 15.

[23] Como dice Benjamin en la séptima de sus “Tesis de filosofía de la historia” (Ensayos escogidos, ed. y trad. Suhrkamp Verlag, México: Coyoacán, 2001), “Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie” (47). De esta afirmación podemos deducir que en todo registro o encarnación de la cultura, y en especial en el discurso de la Historia con mayúscula, esto es de la narración del pasado escrita por los vencedores de la que se desprende la tradición, permanecen siempre las huellas del silencio no-memorable, inefable y traumático de los vencidos. Las huellas rojas -tal vez de sangre, alegóricamente- que aparecen en el suelo de esta fotografía pueden interpretarse como la presencia silenciosa del dolor de los muertos, como la escritura de unas historias en minúsculas, de una historia desobrada y plural.