Políticas del coleccionismo

Halim Badawi

Políticas del coleccionismo:

Mercado del arte y programas de adquisiciones del banco de la República y ministerio de cultura.

Halim Badawi

ensayo largo

 

Resumen
En este ensayo hago una revisión crítica a la actividad como coleccionista de bie- nes artísticos, arqueológicos y documentales del Banco de la República y el Mi- nisterio de Cultura de Colombia, haciendo énfasis en la efectividad de sus modos de coleccionar y en sus relaciones con la esfera privada, el mercado del arte y la política pública. No busco introducirme en procesos conectados al coleccionismo como el rescate directo (por ejemplo, a través de excavaciones), la investigación sobre los objetos, la divulgación a través de publicaciones o curadurías, el registro y la conservación de objetos patrimoniales.

Inicio con un texto introductorio sobre los orígenes del coleccionismo de arte en Colombia a finales del siglo XIX. Reviso ciertas actitudes del coleccionismo finisecular que persistirían como habitus a lo largo del siglo XX, imprescindibles para estudiar los modos de coleccionar actuales de las instituciones culturales del país. Luego llevo a cabo un análisis comparativo de la actividad como co- leccionista del Banco de la República y el Ministerio de Cultura (a través de sus instituciones museológicas y bibliotecológicas) examinando la forma como han sido colectados, por ambas instituciones, bienes arqueológicos, bibliográficos y documentales. Concluyo haciendo una revisión in extenso de las políticas actuales de coleccionismo de arte (colonial, republicano, moderno y contemporáneo) del Banco de la República y su efectividad en el contexto nacional e internacional del coleccionismo contemporáneo.

Este ensayo busca terciar, profundizar y generar nuevos puntos de debate a partir de las recientes discusiones sobre coleccionismo institucional y patrimo- nio desarrolladas en esferapública en torno a los artículos “La psicopatología del artista no es la patología del arte” de Gina Panzarowsky (7 de febrero de 2010) y “Petit Comité” de Catalina Vaughan (15 de febrero de 2010), que analizan algunas decisiones del Comité de Adquisiciones Artísticas del Banco de la República, y también, el artículo “La ministra de cultura y el Museo Nacional” de Sara Flores (10 de abril de 2011), donde se pone en cuestión la categoría de museo patrimonial.

1. la causa remota
El Museo Nacional de Colombia, la primera institución de su tipo en el país, fue creado en 1823, curiosamente sin colección alguna. Durante los primeros tres cuartos del siglo XIX, su crecimiento como institución sería siempre parsimonio- so, dependiendo de pequeñas donaciones particulares (especialmente de objetos históricos y naturales), compras y encargos del Estado. Por su parte, el coleccio- nismo privado de arte en la época, siempre referido al período colonial, colectado más por una voluntad piadosa que por el valor artístico de las obras, encontraría su destino final en las iglesias y conventos santafereños antes que en los nacientes museos públicos1.

Tácitamente, el papel de coleccionar sistemáticamente con una óptica ilus- trada le fue entregado al Estado desde una época muy temprana, y en la sociedad civil (al menos hasta 18592) prevalecería el carácter piadoso del coleccionismo de arte religioso, con la consecuente donación a la Iglesia como destino final de las obras, herencia de la sociedad colonial. Lo anterior por encima del carácter laico y filantrópico implícito en el acto de donar al Estado para el bien común. La secula- rización del coleccionismo privado bogotano sólo se inició durante el tercer cuarto del siglo XIX, a través de la paulatina incorporación en la sociedad colombiana de los valores decorativos y estéticos de la burguesía francesa e inglesa, importados por una creciente e influyente cantidad de viajeros al Viejo Mundo: Alberto Ur- daneta, José Asunción Silva, Rafael Pombo, Soledad Acosta de Samper, Ángel y Rufino José Cuervo.3 Sin embargo, con el retorno de los viajeros, estos valores serían permeados por la contradictoria tradición católica, republicana y rural de Colombia, dando
como resultado un coleccionismo sui generis, con unas líneas de interés extremas:

(i) un gusto por el arte academicista impulsado especialmente por Alberto Urdaneta y Rafael Pombo4 y, a su vez, por el arte colonial, puesto en boga por las revaloracio- nes críticas e históricas de la figura de Vásquez Ceballos;

(ii)un ethos distante de la tradición filantrópica del Viejo Mundo o de la necesidad de construir Nación, presente, por ejemplo, en el coleccionismo finisecular argenti- no (ver Baldasarre). Con la muerte de los coleccionistas locales, sus colecciones pocas veces seguirían el camino marcado por el paradigma internacional, en espe- cial el del modelo anglosajón: la constitución de fundaciones sin ánimo de lucro o la donación al Estado. En Colombia, la secularización del coleccionismo termi- nó como un modo de distinción, una modesta estrategia de acercamiento de la provinciana Bogotá a la “moderna y civilizada” Europa, sin ningún ápice crítico, intención filantrópica o sentido ultérrimo.

Por más que algunos escritores lo afirmaran en el papel, y a pesar de puntuales y desfinanciados esfuerzos, nunca fue popular creer que las donaciones al Estado o el acercamiento del gran público a las más excelsas manifestaciones estéticas sería moralizante, un catalizador de las buenas maneras, un conductor hacia la civilización y el progreso, un constructor de Nación o legitimador del Estado. Las colecciones de Alberto Urdaneta y Rafael Pombo, las más nutridas, exhaustivas y valiosas del período, serían ofrecidas en venta al Gobierno, nunca en donación, y el gobierno regeneracionista, en medio de las dificultades económicas propias de los períodos de entreguerras locales (dificultades económicas que normalmente no tuvo la ha- cendada élite ilustrada santafereña) e investido de la responsabilidad del progreso espiritual de la naciente República, nunca compró estas colecciones, lo que llevó a su dispersión y pérdida casi total por efecto de la ausencia de presupuesto público, voluntad política y filantropía privada. Sólo pocas obras, siempre menores, se sal- varían entre el emergente coleccionismo local; otras serían exportadas y algunas incorporadas posteriormente al Museo Nacional de Colombia5.

Otras colecciones privadas como las de Soledad Acosta de Samper, Ángel Cuervo y Rufino José Cuervo serían donadas por sus propietarios, siempre dis- minuidas, al Museo Nacional y a la Biblioteca Nacional de Colombia, aunque la mayoría de colecciones del período no encontraría en el Estado un receptor final. Por el contrario, sí serían populares las donaciones a la Iglesia, institución que vio notablemente enriquecido su patrimonio artístico durante la época: la generosi- dad y piedad del coleccionista salvaba su alma y, a cambio, la Iglesia acaparaba los elementos simbólicos de la sociedad, lo cual condujo al crecimiento de la feligre- sía y a un mayor poder social, político y económico de la institución eclesiástica.

Ya durante el siglo XX, este ethos del coleccionista se mantendría vigente. La ausencia de presupuesto público para compra de colecciones llevaría al exilio de una gran parte del patrimonio artístico, bibliográfico y documental de Colombia. El importante archivo privado de Francisco de Paula Santander fue vendido por particulares al gobierno de Venezuela en la segunda década del siglo XX; el archivo de Antonio José de Sucre correría la misma suerte y sería comprado por la Uni- versidad de Yale un poco más tarde; la biblioteca particular de Bernardo Mendel (entonces la más valiosa del mundo en manos privadas dedicada a estudios latinoa- mericanos) sería exportada y vendida a la Universidad de Indiana, en Bloomington (Estados Unidos) en 1962 (Badawi Quesada); la colección de arte de Karl Buchholz, ya durante el último cuarto del siglo XX, sería vendida al menudeo en Colombia y el extranjero. El archivo del galerista, vital para estudiar el coleccionismo de voca- ción internacionalista y la penetración del arte moderno en Colombia, sería entre- gado a Zentralarchive des internationalen kunsthandels, en Alemania.

Las pocas colecciones que lograron conservarse plenamente fueron las que se compraron con recursos públicos por el Estado para el naciente Museo de Arte Colonial (1942) o el renovado Museo Nacional (1948); las donadas a la Igle- sia (a través del Seminario Conciliar o la Catedral Primada) o las pertenecien- tes a coleccionistas excepcionalmente generosos para el contexto local, como el expresidente Eduardo Santos, quien nunca tuvo herederos directos, y cuyo cúmulo de obras de arte y antigüedades decidió donar y repartir entre el Museo Nacional de Colombia, la Quinta de Bolívar, la Academia Colombiana de Historia y el Museo del 20 de Julio.

Resulta interesante poner en contraste lo ocurrido en Colombia con la situa- ción de Argentina durante el mismo período. Desde la primera mitad del siglo XIX, la existencia en Buenos Aires de un corpus de coleccionistas privados, por entonces inexistente en Bogotá, llevó al surgimiento de un primer mercado del arte con la consecuente fundación de galerías y casas de subastas, así como la emergente circulación de exposiciones europeas. Ante la despreocupación del Estado por materializar y consolidar un patrimonio artístico público, la iniciativa privada de coleccionistas y galeristas cobró una nueva dimensión qué marcó en la sociedad porteña el canon a seguir, un ethos del coleccionista privado configurado en torno a la idea de construir Nación a través de la importación de arte europeo inexistente en el país y a la construcción colectiva de grandes colecciones públi- cas. Esto llevaría a la fundación tardía del Museo Nacional de Bellas Artes en 1895 y del Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino de Rosario, en 1920.

2. modos de coleccionar bienes culturales: el banco de la república y el ministerio de cultura

No sabemos si en un acto consciente sobre la esbozada tradición del coleccionismo colombiano, el Banco de la República inició su Colección de Arte en 1957 con el propósito, en principio no sistemático, de adquirir arte6. En su momento, es po- sible que las directivas del Banco estuvieran al tanto de la ausencia de una tradi- ción filantrópica en el país: a pesar del modelo bancario norteamericano, en donde las instituciones financieras invertían grandes capitales en arte7, la banca privada colombiana no parecía propensa a las actividades culturales y el papel de parti- culares y fundaciones sin ánimo de lucro era mínimo8. El Banco de la República, banco central con carácter público, provenía de la tradición anglosajona y desde sus inicios en 1923, bajo el influjo de la Misión Kemmerer (proveniente de Estados Unidos), se inclinó por las actividades culturales (ejemplo que seguirían otras insti- tuciones de su tipo en América Latina), lo que tomaría carácter legal definitivo con los estatutos del Banco (Decreto 2520 de 1993). Las colecciones evolucionaron no- tablemente en medio siglo: una colección de documentos económicos en 1923, el Museo del Oro en 1939, la Biblioteca Luis Ángel Arango y su Colección de Arte en
1957, un Museo Numismático en la Casa de Moneda a partir de la década de 1990, el Museo Botero en 2000 y el Museo de Arte del Banco de la República desde 2006.

Desde finales de la década de 1950, en consonancia con sus nuevos propósitos, el Banco encargaría murales, pinturas, esculturas y edificios a los principales artis- tas y arquitectos mdel país, y aunque inicialmente su actividad cultural parecía ir a la saga de otras instituciones que, en su momento, buscaron instaurar una nue- va tradición filantrópica en el arte colombiano, como el Museo de Arte Moderno de Bogotá (1955-1963), el Museo de Arte Moderno ‘La Tertulia’ de Cali (1956) o el Museo de Arte de la Universidad Nacional (1973), poco a poco, por una actividad más sostenida y financiada que atinada (al menos inicialmente), el Banco fue es- calando posiciones hasta convertirse, en la década de 1990, en el principal centro cultural del país.

Resulta interesante evaluar cómo, en cincuenta años, una institución banca- ria logró equiparar sus colecciones de bienes culturales (con los procesos de lo- calización, rescate, investigación, restauración, conservación, exposición y patri- monialización que ésto implica) con las colecciones de todo el aparato cultural del estado colombiano, protegido y beneficiado por un Ministerio de Cultura creado en 1997 a partir de la antigua Colcultura, y por numerosas leyes dedicadas al patrimonio cultural mueble (arqueológico, artístico, bibliográfico, documental)9.


2.1coleccionar bienes arqueológicos antes de 1997:de la distinción a la criminalización

El Museo del Oro, fundado en 1939, actualmente custodio de cerca de sesenta mil piezas arqueológicas de alta calidad (entre orfebrería, cerámica, líticos y tex- tiles), sextuplica la colección del Instituto Colombiano de Antropología e Histo- ria ICANH (fundado en 1938), depositada en el Museo Nacional de Colombia10 y conformada por cerca de diez mil piezas arqueológicas. Incluso, los indicadores de desarrollo de colecciones del ICANH están lejos de equipararse con la mayoría de instituciones de su género en América Latina tanto públicas como privadas.

¿Cómo se explica que dos entidades tan cercanas al Estado, fundadas con un año de diferencia y con misiones11 profundamente similares (básicamente la protec- ción e investigación del patrimonio arqueológico), tengan indicadores de desarro- llo de colecciones tan disímiles? ¿Cómo puede entenderse que el ICANH, adscrito al Ministerio de Cultura y favorecido directamente por todas las legislaciones culturales que se han promulgado en Colombia desde la década de 1930, tenga sólo dos salas de exposición permanente en el primer piso del Museo Nacional, con escasa circulación nacional y la mayoría de su colección guardada en reserva?

Intentaremos contestar estos interrogantes. Aunque las dos instituciones reu- nieron sus colecciones a partir de la investigación científica (con excavaciones or- ganizadas que permitieron descubrir información valiosa sobre los modos de vida y el consecuente rescate de objetos arqueológicos) y han divulgado sus hallazgos a través de exposiciones temporales y publicaciones, vale la pena reconocer que las principales piezas de sus acervos, las que reúnen valores estéticos, simbólicos y técnicos excepcionales, desde el Poporo Quimbaya hasta la Balsa Muisca, fueron compradas a coleccionistas privados y no obtenidas mediante técnicas arqueo- lógicas tradicionales. En Colombia, los objetos excepcionales de orfebrería y ce- rámica no suelen ser hallados por los arqueólogos in situ, sino, desde siempre, en residencias particulares: lo que se salvó de la fundición colonial y republicana fue colectado ampliamente como objetos curiosos durante el siglo XIX, y también, de forma más estructurada, como arte o bienes arqueológicos en el siglo XX.

Actualmente, esta tradición privada del patrimonio arqueológico es borrada y criminalizada por las estrategias publicitarias del ICANH (folletos, afiches y co- merciales), en los cuales se asimila el coleccionismo privado de estos objetos con el tráfico de patrimonio, cuando, al menos hasta la Ley 397 de 1997 (sobre la que nos extenderemos en el siguiente capítulo), existió un cuerpo de coleccionistas particulares, desde políticos y artistas hasta antropólogos, todos ellos aficionados a este tipo de objetos y con colecciones reconocidas públicamente12. El oro prehis- pánico siempre ha atraído a la gente, incluso al público neófito, ya sea por su con- dición orfebre, por la nostalgia mítica que despierta o por su propia composición material. Hasta finales de la década de 1990, el coleccionismo privado, movido por intereses económicos, estéticos, arqueológicos, filantrópicos o meramente deco- rativos, fue más ágil que el Estado en encontrar los objetos de mayor significación, muchas veces (y aunque suene contrario a la política patrimonial actual) a tiem- po, antes de su destrucción por factores humanos o ambientales o, al menos, antes de que el Estado los encontrase.

Es verdad de Perogrullo el hecho de que el Estado ha sido incapaz de ejecutar una política cultural de largo aliento, y más una política eficaz para el rescate del patrimonio arqueológico. Las élites políticas han dado poca importancia (en es- pecial antes de la mencionada Ley 397 de 1997) a la política cultural, manejada comúnmente por la figura encarnada en el abogado-historiador-poeta-crítico, por esposas de hombres influyentes y amas de casa con cargos vitalicios (como ocurre lamentablemente en el Museo de Arte Moderno de Bogotá) y muy pocas veces por académicos brillantes, con extensas hojas de vida o experiencia significativa en gestión cultural pública (condiciones cumplidas actualmente por la dirección de la BLAA y la subgerencia cultural del Banco de la República). Históricamente, por otra parte, el desdén ha sido palpable en el exiguo presupuesto asignado a estas actividades (los ciento noventa y cuatro mil millones de pesos asignados al Ministerio de Cultura en 2011, incluyendo gastos de funcionamiento, palidecen frente a los tres mil setecientos noventa cinco millones de dólares gastados por el Gobierno colombiano en una sola compra militar en 200913) y en la falta de con- tinuidad en las políticas culturales del Estado (desde Colcultura hasta el Ministe- rio). La cultura oficial ha sido sujeto permanente de intereses partidistas y cuotas políticas, todo esto en contraposición a la experiencia del también público Museo del Oro del Banco de la República, institución ampliamente financiada con un presupuesto autónomo por el banco central de Colombia, con continuidad en el proyecto cultural y, a pesar de todo, distante de la compleja burocracia ministerial A pesar de los logros históricos especialmente durante el siglo XX de coleccio- nistas privados frente a la (ausencia de) política estatal de coleccionismo, también es necesario reconocer que, aunque muchos salvaron piezas significativas, algu- nos guaqueros y mercaderes impulsaron el tráfico internacional de patrimonio arqueológico, reprochable desde cualquier punto de vista y hacia el cual debería enfocarse la batería jurídica y policial del Estado. Para determinar al enemigo primero hay que definirlo, pero, infortunadamente, el Ministerio de Cultura pa- rece confundir (i) el coleccionismo y el mercado local; (ii) el coleccionismo y el mercado internacional; y (iii) el reprochable tráfico internacional de patrimonio arqueológico. Cada uno de éstos tiene dinámicas diferentes y posibilidades de contribución a la formación del patrimonio público desiguales, y aun así reciben, prácticamente el mismo tratamiento jurídico por parte del Estado: el coleccionis- ta privado de bienes arqueológicos está en la mira de las autoridades y ante la opinión pública suele ser presentado como traficante.

Algunos de los elementos esbozados anteriormente permiten contestar a las preguntas inaugurales de este capítulo. Hasta antes de la década de 1990, el Museo del Oro entendió el papel histórico de los coleccionistas privados de bienes arqueo- lógicos y, en vez de oponerse a ellos, al mercado que generaban o señalarlos como criminales, prefirió hacer lo natural para rescatar este patrimonio y desarrollar sus colecciones: (i) excavaciones científicas que brindaran información pun- tual sobre los enterramientos y modos de vida, y a la vez, aunque para algunos parezca contradictorio, (ii) comprar colecciones privadas y objetos puntuales (de interés estético, simbólico y técnico) a coleccionistas y galerías locales e internacionales, muchos con amplia tradición y reconocimiento público. A diferencia del Museo del Oro, el ICANH sólo desarrollaría la estrategia de las excavaciones y poco la de adquisiciones, lo que llevó a que las piezas de mayor significación ingresaran al Banco de la República, institución que podía pagar por ellas. Contrario a lo que desearía el Ministerio de Cultura, no todo puede encontrarse in situ, ya que mucho es lo que ha sido excavado por particulares en dos siglos de vida republicana.

La protección (palabra que aparece en la misión de ambas instituciones) de este patrimonio la ejerció el Museo del Oro con la musealización, a través de su renovada sede principal en Bogotá y de los siete museos del oro regionales, así como de la puesta en circulación nacional e internacional de objetos excepcio- nales, entendiendo quizás que el principal problema de los bienes arqueológicos no es el interés de la gente por coleccionarlos o las demandas del mercado, sino el olvido. Por su parte, el ICANH, atenido a los vaivenes de la eternamente poster- gada ampliación del Museo Nacional, no logró consolidar (más allá de dos salas) un museo con exposición permanente o programa de exposiciones temporales de alcance nacional e internacional. No existe, salvo la exposición del ICANH en el primer piso del Panóptico, un museo público asociado al Ministerio de Cultura especializado en arqueología o etnografía, hecho lamentable teniendo en cuenta la invisible y estática colección en reserva del ICANH.

Ninguna de las políticas culturales del Estado durante los últimos veinte años ha sido pensada para estimular el desarrollo de colecciones y el mecenazgo (de ob- jetos arqueológicos, archivos históricos o arte), lo que permitiría cambiar el ethos del coleccionista esbozado en el primer capítulo, caracterizado por un histórico desinterés en aportar a la configuración del patrimonio cultural público, desinte- rés afianzado por una reciente política pública que criminaliza a quien conserva bienes arqueológicos. Sólo una política cultural construida en torno al diálogo afectuoso y desprejuiciado entre las esferas privada y pública, incluyendo agentes del mercado (marchantes y galeristas), así como procesos educativos en escuelas y universidades, dirigidos a la sociedad civil y a la inexperta fuerza pública, permi- tiría cambiar las costumbres del coleccionismo local persistentes en la sociedad civil desde finales del siglo XIX, así como la imagen local más o menos popular del coleccionista como acaparador de los bienes simbólicos de la sociedad. Una legislación que favorezca el coleccionismo canalizada hacia el mecenazgo permi- tiría mejorar, en forma sustancial, cuantitativa y cualitativamente, el desarrollo de colecciones privadas y, con ello, las colecciones públicas del país.


2.2 el coleccionista como criminal: la posesión de bienes arqueológicos desde 1997

La Ley 163 de 1959, en consonancia con la legislación precedente, permitía la propiedad privada de patrimonio arqueológico, su coleccionismo y comercia- lización, aunque impedía su salida del país. La propiedad y exportación de este tipo de bienes estaban regulados por los artículos 814, 915 y 1016, en los que se esti- pulaba que, de ser necesario, las colecciones podrían ser ofrecidas en venta al Es- tado o, de acuerdo con su valor cultural, expropiadas, en este último caso con la debida indemnización. En Colombia, a diferencia de los regímenes totalitarios, la expropiación siempre ha venido acompañada por una indemnización, asunto ahora definido en la Constitución Política de 1991. Esta legislación reconocía la propiedad privada del patrimonio arqueológico y se basaba en legislaciones y pactos precedentes, por lo que desde mucho antes de 1959 y hasta la década de 1990, en especial con aquiescencia de la mencionada Ley 163, se generó en el país un floreciente mercado de cerámicas y orfebrería precolombina con la con- secuente actividad del coleccionismo privado, entonces más desarrollado que el coleccionismo de arte colonial o moderno. Además de las excavaciones, la principal fuente de enriquecimiento del Museo del Oro durante este período fue la compra de objetos y colecciones completas de alto valor estético, simbólico y técnico, pertenecientes a particulares.

Surgieron varias galerías legales, registradas ante la Cámara de Comercio y con numerosos clientes de la escena política y cultural. Algunas de estas gale- rías fueron la de Luz Miriam Toro (ahora trasladada a Nueva York en vista de las restricciones legales colombianas), la Galería Arte Indígena del estadounidense Harvey Gene Aronson o la Galería Arqueos del actor francés Claude Pimont, al- gunas de las cuales funcionaron, incluso, hasta principios de la década de 2000. Sin embargo, desde la Constitución Política de 1991, debido a intereses y discusiones internas que desconocemos, se emitieron los artículos 63 y 72, que rezan de la siguiente manera (él énfasis es mío):

Artículo 63. Los bienes de uso público, los parques naturales, las tierras comunales de grupos étnicos, las tierras de resguardo, el patrimonio arqueológico de la Nación y los demás bienes que de- termine la ley, son inalienables, imprescriptibles e inembargables.

Artículo 72. El patrimonio cultural de la Nación está bajo la protección del Estado. El patrimonio arqueológico y otros bienes culturales que conforman la identidad nacional, pertenecen a la Nación y son inalienables, inembargables e imprescriptibles. La ley establecerá los mecanismos para readquirirlos cuando se en- cuentren en manos de particulares y reglamentará los derechos especiales que pudieran tener los grupos étnicos asentados en te- rritorios de riqueza arqueológica.

Con base en estos artículos, se desarrolló una línea de interpretación (que no admite discusión para algunas personas) que desembocaría en la Ley General de Cultura (Ley 397 de 1997), en la que se regularon estos temas. Ésta define que los bienes de interés cultural pertenecientes al Estado son inalienables, imprescrip- tibles e inembargables, y dentro de esta categoría incluye indistintamente todo el patrimonio arqueológico (artículo 4, parágrafo 1) sin juicio alguno sobre la ca- lidad o información que puedan contener estos objetos. De ahí se interpreta que todas las piezas arqueológicas adquiridas con justo título y con inversión privada por particulares, antes o después de 1991, ahora pertenecen al Estado. Los aspec- tos de la tenencia particular de estos bienes de propiedad pública serían desarro- llados en el Decreto 833 del 26 de abril de 2002, en el que se establece en un aparte del artículo 3: “Quien por cualquier causa o título haya entrado en poder de bienes integrantes del patrimonio arqueológico, tiene la condición civil de tenedor. La te- nencia de estos bienes podrá mantenerse voluntariamente en quien haya entrado en ella, o ser autorizada de acuerdo con lo previsto en este decreto”.

Por su parte, el artículo sexto presenta una noción ampliada y discutible de patrimonio arqueológico, que pudo, en su momento, no ir en consonancia con el es- píritu de la Constitución, al incluir otro tipo de objetos ya pertenecientes al período colonial, así como el patrimonio paleontológico. Al quedar cobijados estos obje- tos por la noción de patrimonio arqueológico, automáticamente, por mandato constitucional pasan a propiedad del Estado, aunque el posterior Decreto 833 del 26 de abril de 2002 decida conservar la propiedad privada de los objetos del perío- do colonial, sólo limitando su comercialización en caso de ser declarados bien de interés cultural:

Artículo 6º. Patrimonio arqueológico. Son bienes integrantes del patrimonio arqueológico aquellos muebles o inmuebles que sean originarios de culturas desaparecidas, o que pertenezcan a la épo- ca colonial, así como los restos humanos y orgánicos relacionados con esas culturas. Igualmente, forman parte de dicho patrimonio los elementos geológicos y paleontológicos relacionados con la his- toria del hombre y sus orígenes […].

Este artículo, modificado mediante la Ley 1185 de 2008, quedó, definitivamen- te, de la siguiente manera:

Artículo 6. Patrimonio Arqueológico. El patrimonio arqueológico comprende aquellos vestigios producto de la actividad humana y aquellos restos orgánicos e inorgánicos que, mediante los métodos y técnicas propios de la arqueología y otras ciencias afines, per- miten reconstruir y dar a conocer los orígenes y las trayectorias socioculturales pasadas y garantizan su conservación y restaura- ción. Para la preservación de los bienes integrantes del patrimo- nio paleontológico se aplicarán los mismos instrumentos estable- cidos para el patrimonio arqueológico.

De conformidad con los artículos 63 y 72 de la Constitución Política, los bienes del patrimonio arqueológico pertenecen a la Nación y son inalienables, imprescriptibles e inembargables.

El Instituto Colombiano de Antropología e Historia, ICANH, podrá autorizar a las personas naturales o jurídicas para ejercer la tenencia de los bienes del patrimonio arqueológico, siempre que estas cumplan con las obligaciones de registro, manejo y seguri- dad de dichos bienes que determine el Instituto. Los particulares tenedores de bienes arqueológicos deben registrarlos. La falta de registro en un término máximo de 5 años a partir de la vigencia de esta ley constituye causal de decomiso de conformidad con el Decreto 833 de 2002, sin perjuicio de las demás causales allí es- tablecidas […].

Si bien toda esta legislación cultural representa un avance significativo frente a la política cultural anterior a 1997, que dejaba muchos temas en manos del Có- digo Civil o a la imaginación, los artículos que hemos mencionado parecen escon- der, implícitamente, una expropiación sin indemnización que iría en contravía con la Carta Política de 1991. Así que si antes de 1991 los coleccionistas podían in- vertir dinero y poseer legalmente patrimonio arqueológico y paleontológico, pero no después de 1991, en ese caso hubo una afectación en su patrimonio privado por intervención del Estado. Esto quiere decir que los coleccionistas ya no podrán comprar, vender, conservar y/o trasladar dentro del país del país estos bienes sin un registro de tenencia ante el ICANH) estos bienes. Incluso, si no son registrados antes del 12 de marzo de 2013 podrán ser decomisados por el Estado. En ninguna ley o decreto posterior a 1991 aparece regulado el mandato constitucional expues- to en el artículo 72: “La ley establecerá los mecanismos para readquirirlos [a los objetos del patrimonio arqueológico] cuando se encuentren en manos de parti- culares”. La legislación mencionada podría ir en contravía con el artículo 58 de la Carta Política, dedicado a la expropiación, en donde se afirma:

Artículo 58. Se garantizan la propiedad privada y los demás de- rechos adquiridos con arreglo a las leyes civiles, los cuales no pue- den ser desconocidos ni vulnerados por leyes posteriores. Cuando de la aplicación de una ley expedida por motivos de utilidad pú- blica o interés social, resultare en conflicto los derechos de los par- ticulares con la necesidad por ella reconocida, el interés privado deberá ceder al interés público o social.

[…] Por motivos de utilidad pública o interés social definidos por el legislador, podrá haber expropiación mediante sentencia judicial e indemnización previa. Este se fijará consultando los in- tereses de la comunidad y del afectado. En los casos que determine el legislador, dicha expropiación podrá adelantarse por vía administrativa, sujeta a posterior acción contenciosa-administrativa, incluso respecto del precio.

En este sentido, el Estado ha llevado a cabo, desde 2001, varias incautaciones de colecciones particulares de bienes arqueológicos, reunidas en su mayoría antes de la Constitución Política de 1991 y de la Ley 397 de 1997. Algunos coleccionistas y galeristas (por ejemplo, la Galería Arqueos del actor francés Claude Pimont) que habían reunido colecciones, fueron tratados ante medios y opinión pública como traficantes de patrimonio cultural y sus colecciones incautadas indistintamente17. Por su parte, la galerista Luz Miriam Toro tuvo que salir del país por maltratos de la autoridad. Estas actuaciones policiales del Estado, en vez de mejorar los nexos históricos entre las esferas pública y privada, sembraron un clima de terror entre coleccionistas y galeristas, quienes suspendieron cualquier actividad relacionada con comercio o coleccionismo de patrimonio arqueológico. Esta persecución po- licial sobre la figura del coleccionista terminó por distanciar el ya alejado papel histórico de lo privado en lo público.

Más allá de las incautaciones nacionales18, de poco han servido estas leyes y decretos al ICANH como instrumento de investigación arqueológica y conse- cuente desarrollo de colecciones estatales. El ICANH no ha ampliado significa- tivamente sus colecciones (salvo por las inerciales incautaciones y esporádicas excavaciones organizadas) o su planta museológica en el Museo Nacional; no ha encontrado más orfebrería prehispánica in situ, ni ha mejorado su autista rela- ción con la comunidad a través de programas de divulgación y exposiciones ni tampoco ha incrementado la cantidad y calidad de publicaciones y exposiciones temporales. Todo esto a pesar de las sonoras incautaciones, cuyos objetos han ido directamente a las atestadas salas de reserva. Por su parte, algunas coleccio- nes importantes que se hallaban en el país, especialmente en donde había una importante inversión económica particular, iniciaron el camino ilegal al exilio (Estados Unidos, Europa, Chile, etcétera) convirtiendo muchas veces a los otrora coleccionistas legales (en ocasiones, vendedores especializados a clientes institu- cionales como el Museo del Oro) en traficantes afanados en recuperar el capital invertido históricamente, y, de paso, dando el golpe de gracia a la fuente histórica de crecimiento cuantitativo y cualitativo de las colecciones museológicas del país: el coleccionismo privado. Vale la pena reconocer que no sólo el Museo del Oro con- figuró su colección a través de compras selectivas a particulares: una gran cantidad de pequeños museos del país que tienen objetos arqueológicos (desde el Museo Luis Alberto Acuña en Villa de Leyva hasta el Museo Arqueológico de Pasca) no los tienen por haber financiado excavaciones, sino por haber comprado o recibido en donación de particulares colecciones de objetos arqueológicos.

Este estímulo tácito de la ley a la exportación ilegal y a la venta en el mercado internacional, similar a lo que ocurre con el tráfico de drogas, tiene especial acogi- da en el mercado europeo, donde las mejores piezas tienen alta demanda, buenos precios, pocas restricciones legales y muchos museos con presupuesto creciente para compras. Este último es el caso del naciente Musée du quai Branly de París, que ha comprado varias piezas de orfebrería colombiana, como un hermoso pen- diente tairona en oro por más de 200 mil dólares. Recientemente se han llevado a cabo, en Europa y Estados Unidos, numerosas subastas de objetos prehispáni- cos colombianos, en donde han alcanzado precios históricos, sin precedente en el mercado nacional o internacional. Por ejemplo, en Heritage Auction Galleries se llevó a cabo, en 2010, una subasta que incluyó una gran cantidad de objetos en oro y cerámica policromada proveniente de la región arqueológica Nariño, alcanzan- do precios imposibles hace una década. Así mismo, en 2011, en Estates Unlimited y en Artemis Gallery se subastaron muchos objetos arqueológicos colombianos. En 2010, en Delorme Collin du Bocage (Francia) ocurrió lo mismo. Y así sucesiva e incontroladamente por todo el mundo. Otro efecto colateral de estas leyes y de- cretos es la desestimación del patrimonio arqueológico. Debido a la imposibilidad legal de vender objetos prehispánicos dentro de Colombia, muchas colecciones particulares han terminado arrumadas en bodegas o viejas casonas familiares dispuestas a su pérdida definitiva. Ya no tienen valor económico y, para muchos intimidados tenedores, esto implica la pérdida de cualquier otro valor. Por otro lado, no todos los bienes arqueológicos son musealizables, tanto por sus valores implícitos como por la incapacidad del Estado de hacerlo en cuanto a infraestruc- tura museológica o capacidad profesional. No todos los objetos tienen el mismo interés estético, simbólico, técnico o científico para la Nación, interés que permita convertirlos en objetos de exposición o investigación.

Un último efecto encontrado es que, debido a las limitaciones para comercia- lizar orfebrería prehispánica en el país, muchos objetos especialmente en poder de campesinos y guaqueros han sido fundidos y convertidos en oro corriente. La ganancia por vender oro no es la misma que por vender orfebrería prehispánica, pero, al menos, existe la posibilidad de recuperar rápidamente el hallazgo en términos económicos y sin intervención policial. El patrimonio paleontológico (ahora incluido dentro de la noción de patrimonio arqueológico) se vende de for- ma agazapada en las afueras de Villa de Leyva (Boyacá) o Villa Rica (Huila). Pequeños fósiles de amonita y plantas son vendidos por niños al borde de la carretera, temerosos de ser atrapados por la policía, que suele incautar las piedras para usar- las como decoración en sus propias casas. Esta prohibición resulta especialmente absurda en un país como Colombia, en donde, a diferencia de la antropología, no existe la paleontología como disciplina autónoma (no se imparte en las universi- dades a pesar de su existencia disciplinar desde el siglo XVI) y, por lo tanto, no hay paleontólogos capaces de aplicar las técnicas disciplinares de extracción de fósi- les, hacer investigaciones especializadas y generar publicaciones o exposiciones temporales desde el ámbito propio de la paleontología.

En el país existen cuatro museos con colecciones especializadas en paleontología, todos de una precariedad insólita: uno, en Villa Rica, con cinco pequeños fósiles en sus despejadas salas (donde se cobra una tarifa de entrada de 3 mil pesos), dos pequeños en Villa de Leyva y uno en Bogotá (Ingeominas), este último más cercano, en su modelo museográfico y perfil de colecciones, a los antiguos gabinetes de curiosidades del siglo XVIII. No existe en el país un gran museo público de historia natural y, a pesar de ello, el Estado no ha estimulado la posibilidad de que exista. Por el contrario, a través de sus leyes ha restringido cualquier iniciativa privada, ya sea desde la conformación de colec- ciones o desde la construcción, con capital privado, de museos públicos.

Tal vez, el articulado de estas leyes (las relativas al patrimonio arqueológico y paleontológico) que entregan al Estado la propiedad de estos bienes sin indem- nización para sus poseedores históricos, tiene en el fondo un probable criterio técnico y económico que manipula el derecho al acceso a los servicios culturales promovido por los estados sociales de derecho. Si bien el Estado debe garantizar a sus ciudadanos el acceso al patrimonio cultural, ésto no quiere decir que este derecho deba cumplirse a través de expropiaciones, incautaciones y decomisos que transfieran el dominio de estos bienes patrimoniales a la esfera pública. Muy seguramente, el verdadero trasfondo de estas leyes es la intención oportunista de ahorrarle al Estado el dinero que debería invertir para recuperar el patrimo- nio cultural del país. El Estado prefiere tomar el camino fácil y expropiar sin in- demnización, como ocurre en los regímenes totalitarios (y al parecer, de forma inconstitucional), pensando que es la mejor forma de desarrollar colecciones pú- blicas e incentivar la investigación a partir de ellas.

Sin embargo, la cantidad de obras recuperadas, protegidas e investigadas ( de manera misional) por el Museo del Oro en el tiempo anterior a la vigencia del mencionado Decreto contrastadas con las cifras del Ministerio de Cultura a través del ICANH, parecen demostrar la ineficacia real de la norma. Las obras signifi- cativas del patrimonio cultural no se recuperan a través de incautaciones y ex- propiaciones; se obtienen con inversión creciente en excavaciones sistemáticas y adquisiciones puntuales de grupos de objetos excepcionales, así como con una le- gislación que favorezca el coleccionismo privado y la filantropía, en el marco del funcionamiento mancomunado de los diferentes agentes de los campos cultural, político y económico (mercado, coleccionistas, museos, universidades, investiga- dores, gobierno) sin el tipo de prohibiciones categóricas actualmente vigentes.


3 coleccionar libros y documentos en el siglo xxi

En 2011, las colecciones de libros de la Biblioteca Luis Ángel Arango (BLAA) contaban con alrededor de 2.5 millones de ejemplares, superando cuantitativa y cualitativamente las colecciones de la Biblioteca Nacional de Colombia (fundada en 1777, casi dos siglos antes) y poseedora de alrededor de 2 millones de ejemplares. Un fenómeno interesante de revisar es por qué las principales bibliotecas particulares colombianas de la segunda mitad del siglo XX19 han sido entregadas a la BLAA y no a la Biblioteca Nacional, y por qué el rescate de archivos privados es prioridad para el Banco y no para el Archivo General de la Nación (AGN), que está más preocupado por la recuperación de archivos oficiales. Una explicación sencilla es que la Biblioteca Nacional no tiene un presupuesto importante para compras bibliográficas y depende casi exclusi- vamente de las donaciones y de la Ley de Depósito Legal20, una norma no muy efectiva (o cumplida) que sirve para incorporar los libros de publicación re- ciente. Este es un problema que afecta nocivamente el cumplimiento de una de las misiones fundamentales de la Biblioteca Nacional: la recuperación del patrimonio bibliográfico21, material que, para su recolección, requiere una in- versión permanente de dinero o la generosidad privada, como hemos visto, no muy desarrollada en el contexto local.

Esta situación permite explicar que las últimas grandes colecciones patrimo- niales hayan entrado a la Biblioteca Nacional en el siglo XIX y durante la primera
mitad del siglo XX (las más importantes fueron las donaciones de Anselmo Pineda y Rufino José Cuervo), dinamismo perdido durante la segunda mitad del siglo XX con el ascenso de la BLAA en el panorama bibliográfico colombiano, institución que no está cobijada por la Ley de Depósito Legal y que no depende exclusivamen- te de las donaciones (éstas sólo representan el cuarenta por ciento de los ingresos bibliográficos anuales), sino también de las compras de obras sueltas (ofrecidas por editores, anticuarios, particulares y libreros) o bibliotecas en bloque, adquiridas con el presupuesto corriente de la Subgerencia Cultural del Banco de la República.

En el caso de los archivos particulares, el Banco de la República ha ganado dinamismo con respecto al Archivo General de la Nación (AGN), este último de- dicado especialmente a la recuperación de archivos oficiales (ubicados en otras dependencias y entidades del Estado). Desde 2008, el AGN sólo ha incorporado a sus fondos cuatro pequeños archivos privados recibidos en donación (no tiene presupuesto para adquisiciones), relacionados especialmente con la historia po- lítica del país, en una actitud tradicionalista y reticente hacia la incorporación de fondos relacionados específicamente con historia social y cultural. Los fondos recibidos fueron los del padre Camilo Torres (al parecer parcialmente), los de polí- ticos como Alfonso Araújo Gaviria y Carlos Lozano y Lozano, y el Estudio Fotográ- fico Foto Serrano. El AGN ha rechazado varias donaciones, como la del archivo, personal de Débora Arango.

Por el contrario, el interés por la historia social y cultural ha sido determinan- te en las recientes adquisiciones documentales de la BLAA, institución que en la
última década compró, entre otros, los archivos fotográficos de Pilar Moreno de Ángel, Ricardo Acevedo Bernal (1265 fotografías) y Otto Moll (veintisiete mil foto- grafías); el enorme archivo de cintas fonográficas de Radio Sutatenza; los archivos privados de los críticos de arte Casimiro Eiger, Clemente Airó y Walter Engel; y el archivo histórico de Emiliano Díaz del Castillo Zarama (cerca de quince mil documentos), posiblemente el archivo histórico privado más importante del país luego del Archivo Histórico Restrepo (aún en poder de la familia Restrepo), con valiosos manuscritos sobre la minería de oro, la esclavitud y la comunidades indí- genas en el suroccidente de Colombia, desde 1541 hasta el presente22.

Según es común escuchar en el mercado de los libreros de usado, algunos fun- cionarios del AGN, quienes posiblemente desean el mismo destino legal del pa- trimonio arqueológico para el patrimonio documental, han intimidado frecuen- temente a coleccionistas y libreros. Un argumento tradicional de intimidación
es la presunción inexacta de que todos los documentos con carácter histórico en manos particulares han sido robados al Estado y que, por tanto, el Estado sigue ejerciendo a perpetuidad la propiedad inembargable, imprescriptible e inaliena- ble sobre todos estos bienes que, por tal, no pueden ser comercializados. En este sentido, deben tenerse en cuenta algunos criterios básicos:
(i)no todos los archivos históricos son oficiales, ya que hay familias que los han con- servado generación tras generación, especialmente en el caso de los archivos de próceres, escritores y artistas, la mayoría de ellos, aún, en manos privadas;muchos archivos históricos, en cantidades todavía insospechadas, fueron dados de baja por el mismo Estado durante los siglos XIX y XX (quemados, destruidos, regalados o vendidos). Incluso, del archivo de Germán Arciniegas, donado en 1976 a la Biblioteca Nacional, fueron dados de baja en algún momento indeterminado varios ejemplares de revistas (por ejemplo, Universidad) y libros, que ahora circu- lan en el mercado de libros usados con el sello “Fondo Germán y Gabriela Arcinie- gas – Biblioteca Nacional”.

(ii) Este tipo de intimidaciones, completamente ilegales, aunadas al muy reducido mercado local de libros raros y manuscritos (constituido por unos pocos coleccio- nistas privados y un solo comprador institucional, el Banco de la República), han llevado al florecimiento de un pequeño mercado internacional de documentos colombianos que utiliza pequeñas casas de subasta de Norteamérica y Europa. En menor medida se vale de casas grandes como Christie’s y Sotheby’s, y en mayor medida de librerías, de segunda mano y anticuarios. Este mercado ya había sido impulsado internacionalmente desde principios del siglo XX con las compras del archivo de Francisco de Paula Santander por Venezuela; el de Antonio José de Sucre por la Universidad de Yale; los de Bernardo Mendel y Camilo Mutis Daza por la Universidad de Indiana en Bloomington; y el extenso archivo sobre la violencia en Colombia, reunido por monseñor Germán Guzmán Campos para la investigación La violencia en Colombia: estudio de un proceso social (publicado junto con Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna). Al parecer, este último archivo fue adquirido por una universidad norteamericana que, luego de varias pesquisas, no he identificado.

La existencia de un solo comprador institucional en el país, el Banco de la República, situación que debería solventarse con una actividad más activa en el
rescate del patrimonio bibliográfico por parte de las universidades públicas y pri- vadas, Biblored23 y el Ministerio de Cultura, en especial su Programa Nacional de Concertación, que no permite la compra de obras bibliográficas, documentales o artísticas para bibliotecas, archivos o museos, ha llevado a algunas disfunciona- lidades en el mercado colombiano de libros raros y manuscritos. El Banco de la República utiliza, lo que es razonable entender, unas tablas de precios máximos que pueden pagar por cada tipo de material. Al ser el único comprador institucio- nal de libros, manuscritos y publicaciones periódicas patrimoniales de Colombia y el destino casi natural de las colecciones documentales de importancia tiene, si se quiere, un monopsolio24 y pone los precios tope del mercado y, así, tácitamente regula los precios de compra-venta de este tipo de bienes en Colombia. Es decir, prácticamente ningún vendedor de prensa antigua colombiana ofrecería a un cliente particular un ejemplar de El Nuevo Tiempo Literario por encima del valor que está dispuesto a pagar el Banco, ya que el comprador sabe que, al momen- to futuro de vender su colección al único comprador institucional, no obtendrá más dinero por su ejemplar y mucho menos podrá beneficiarse de la valorización de este tipo de bienes culturales, valorización que sí está presente en el mercado internacional. Esto tiene una consecuencia: los manuscritos más valiosos o los ejemplares bibliográficos y hemerográficos excepcionales pueden, eventualmen- te, llegar al mercado internacional, donde la demanda es mayor, hay diversos agentes especializados (casas de subastas, galerías, anticuarios, librerías-anticua- rio, etcétera) y no hay regulación tácita de precios. Este problema se solucionaría con más instituciones que hagan uso de la compra, cada una con sus tablas de precios, lo que podría convertir al mercado interno institucional de bienes bibliográficos y documentales en una opción para los ejemplares más valiosos.

4. mercado del arte y programas de adquisiciones en el banco de la república: de la vocación latinoamericanista a la internacionalista

Entre 1957 y 1984, el Banco de la República adquirió pocas obras de arte signifi- cativas. Salvo las primeras donaciones que ingresaron a la institución (pinturas de Fernando Botero y Eduardo Ramírez Villamizar) y algunas compras salteadas de arte colombiano y latinoamericano (Manuel Felguérez, Vicente Rojo, Oswal- do Guayasamín, Fernando de Szyszlo), el Banco propendería por (i) la compra de pintura de artistas menores, (ii) obra gráfica de artistas de segunda fila y (iii) muy poca obra tridimensional. Esto se dio hasta mediados de la década de 1980 como resultado de la ausencia de criterios curatoriales, artísticos y técnicos en la política de adquisición de arte. El sesgo inicial por la obra gráfica llevaría a algu- nos aciertos, nunca muchos, como la adquisición de varios trabajos del Taller 4 Rojo, hoy sujeto de un proceso de revaloración a cargo de varios investigadores locales25. El Banco no compró, en su momento, obras de Álvaro Barrios o Antonio Caro, error que enmendaría en 1998 con la compra de cuarenta y siete grabados del primero, y, por la misma época, trece grabados del segundo.

Aunque desde sus orígenes la institución tuvo vocación latinoamericanista (en 1979, Jaime Duarte French, director de la BLAA, afirmó que su intención era “construir un gran depósito de pintura americana”), lo cierto es que el Banco nunca estuvo comprometido fuertemente con este propósito, al menos hasta mediados de la década de 1990. La BLAA dejó pasar oportunidades imperdibles, ahora improbables, de adquirir o gestionar donaciones de grandes obras de arte latinoamericano siguiendo el modelo de instituciones homólogas de países ve- cinos (estas últimas financiadas con el boom del petróleo y con enorme partici- pación privada en patronatos y sociedades de amigos) como el Museo de Bellas Artes de Caracas y el Museo de Arte Contemporáneo Sofía Ímber, ambos en Ve- nezuela, que desarrollaron valiosas colecciones de arte latinoamericano desde la década de 195026.

El crítico e historiador de arte Álvaro Medina reconoció en una conferencia pre- sentada hace algunos años en la Feria de Arte de Bogotá (ArtBo), que a principios de 1980 propuso a algunas directivas del Banco un presupuesto de doscientos mil dó- lares (en 2011 se requieren quinientos veinticinco mil dólares para igualar el poder adquisitivo de doscientos mil dólares de 198027) para conformar una colección lati- noamericana significativa. Hoy en día, con ese presupuesto difícilmente se podría comprar en el mercado internacional una obra de mediana categoría de Armando Reverón. Sin embargo, esta propuesta cayó en saco roto. El Banco prefirió comprar algunos grabados de cuestionable calidad de Roberto Matta y Wifredo Lam, así como todo tipo de obras difíciles de activar en el escenario contemporáneo, de calidad cues- tionable y, desde luego, sin posibilidades de valorización financiera (esto en caso de que el carácter inversionista hubiera sido el motor de las adquisiciones del Banco en la década del ochenta) de obras de artistas colombianos entonces costosos, algu- nas veces como resultado de inversiones especulativas de dineros de la mafia en el mercado del arte28, como las obras Omar Gordillo, Jorge Mantilla Caballero, Rafael Penagos, Teyé y un largo etcétera. Hoy, estas obras se encuentran almacenadas en las reservas de arte del Banco de la República a la espera de un milagro curatorial.

La observación de Medina de conformar una gran colección de arte latinoa- mericano con doscientos mil dólares no era descabellada. En 1982, cuando el arte latinoamericano ya había sufrido una primera valorización importante, se encon- traban en el mercado internacional óleos altamente significativos de Carlos Mérida y Wifredo Lam en el orden de los veinte mil dólares, piezas similares de Joaquín Torres-García entre los veinticinco y treintaicinco mil dólares, un excelente Rober- to Matta de principios de 1940 en treintaicinco-cuarentaicinco mil dólares y un ex- traordinario Emilio Pettoruti, el mejor que podría tener un museo incluso ahora, en unos cincuenta mil dólares29. Las obras de la vanguardia cinética y concreta de Venezuela, Argentina y Brasil (Jesús Rafael Soto, Carlos Cruz Díez, Lygia Clark, Car- melo Arden-Quin, Enio Iommi, etcétera) no superaban en ningún caso los ocho mil dólares, menos de una veinteava parte de su valor promedio actual.

Aunque algunas cosas podían comprarse con dinero (el modus operandi his- tórico de la Colección de Arte), lo cierto es que la activación de obras desmateria- lizadas como performances, happenings y acciones callejeras, o su registro, nunca pasó por la política cultural del Banco como una necesidad contundente. En los setenta, resulta curioso que el sesgo por las obras bidimensionales de artistas pe- ruanos, bolivianos, panameños y ecuatorianos, normalmente con intenciones decorativas, impidiera reconocer y activar los trabajos de otros artistas, muy cer- canos geográfica y políticamente a Colombia. Por el Banco no pasó León Ferrari (aunque ahora Ferrari, mediatizado y desactivado por la sociedad de consumo, y cobijado por el manto de vedette internacional, sea objeto de una exposición antológica en el Museo de Arte del Banco de la República30), Clemente Padín, Juan Carlos Romero, Luis Camnitzer, el Grupo Cada de Chile o los artistas de la Vanguardia Rosarina del sesenta, entre otros.

4.1 interrupción. furor coleccionista: el “coleccionismo latinoamericanista” desde 1992

En América Latina, el estudio sistemático del coleccionismo de arte es reciente. Aunque desde el siglo XIX se produjeron especialmente en México y Argentina un buen número de manuales para coleccionistas, así como inventarios de colecciones particulares de monedas (numismática), libros (bibliofilia y bibliomanía) y anti- güedades, lo cierto es que sólo desde la década de 1990 empezarían las primeras aproximaciones sistemáticas (con las visiones de la historia del arte, la sociología, los estudios culturales y la economía) al coleccionismo de arte en América Latina, motivadas básicamente por cinco factores.

(i)El interés de algunas instituciones universitarias y museológicas de Estados Uni- dos y Europa, en el marco del V Centenario del Descubrimiento de América, en revisitar el arte de los países emergentes y dar cabida, en sus programas de exposi- ciones temporales y en los discursos curatoriales de las exposiciones permanentes de sus museos a la producción artística de regiones como América Latina. Aunque este proceso de revaloración global del arte latinoamericano31 fue gradualmente impulsado desde mediados de la década de 1980 por exposiciones como Art of the Fantastic: Latin America 1920-1987, en el Indianapolis Museum of Art, y por otras muestras de circulación local y regional, es necesario reconocer que se fortaleció gracias a la emergente, influyente y frenética actividad conmemorativa.

Un capítulo inaugural de este creciente interés aparece con la exposición Ante América llevada a cabo en 1992, con la curaduría de Gerardo Mosquera, Ca- rolina Ponce de León y Rachel Weiss. Luego de esta exposición, siguieron varias muestras individuales y colectivas que, desde diversas posturas ideológicas, me- todológicas e historiográficas buscaron reposicionar el arte de América Latina en Estados Unidos. Este interés sería coadyuvado por la conformación de extensas colecciones, departamentos de curaduría de arte latinoamericano y la identifica- ción de los principales coleccionistas del continente, quienes entrarían a formar parte de los patronatos, círculos de mecenas y sociedades de amigos de museos de Estados Unidos y Europa. El crecimiento cada vez mayor de las colecciones de arte latinoamericano, en instituciones como The Museum of Fine Arts en Houston, El Museo del Barrio en Nueva York, la Tate Modern en Londres y The Museum of Modern Art en Nueva York32, ha sido posible gracias a la donación o compra directa de obras de arte a los principales coleccionistas y herederos de artistas del continente. Estos intereses son claros en ejercicios como el simposio “Collecting Latin American Art for the 21st Century”, impulsado por Mari Carmen Ramírez en la Universidad de Texas. En la introducción de las memorias del evento, afir- mó: “El énfasis puesto en el coleccionismo, incentivo tanto del simposio como de este compendio, cobra realce a la luz de nuestra meta básica de formar una amplia colección del arte latino de aquí y del continente. […] A este respecto, es funda- mental el reconocer que el mero anhelo de crear una amplia colección de arte latinoamericano ha sido considerado, por muchos, como una empresa dudosa [e incluso] utópica […]” 11.

(ii) El reposicionamiento comercial del arte latinoamericano. Aunque ya desde media- dos del siglo XX se habían iniciado en América Latina algunas valiosas colecciones con obras de las vanguardias continentales (ver los casos de Marcos Curi y Jorge Helft en Buenos Aires, Ignacio Oberto y Pedro Valenilla Echeverría en Venezuela, entre otros), como consecuencia del interés inusitado de las instituciones cultu- rales y educativas de Norteamérica y Europa durante la década de 1990, en los co- leccionistas privados se forjó un interés especial por el arte de América Latina con motivaciones que oscilaron entre el “amor al arte”, la especulación financiera, el in- terés de las minorías étnicas de Estados Unidos en reconfigurar su propia tradición, la novedad del arte latinoamericano en una sociedad obsesionada con lo nuevo y las deducciones impositivas por donaciones a instituciones culturales en el con- texto de especulación financiera con el “arte latinoamericano” y contemporáneo. En esta situación, la obra de una artista como Frida Kahlo, con el apoyo de museos, coleccionistas, el público y Hollywood, tuvo un incremento de precios inusitado. Mientras en 1997 la casa de subastas Luis C. Morton de Ciudad de México vendió un cuadro suyo por ochenta mil pesos mexicanos (aproximadamente sesenta y dos mil dólares de 2010), la casa de subastas Sotheby’s en Nueva York vendió, en el año 2000, uno de sus autorretratos por cinco millones de dólares33. En medio de este reposicionamiento era necesario, para el mercado, conocer las tendencias históricas del coleccionismo, y para las instituciones adelantarse en la carrera del descubrimientos artísticos, las adquisiciones sistemáticas y las ubicación de las prin- cipales colecciones del continente, lo que llevó a una competencia trepidante entre
museos, coleccionistas, galerías de arte, casas de subastas y especuladores.

(iii) La reacción por parte del coleccionismo latinoamericano. Como respuesta a la tendencia del coleccionismo global a necesidades como el rescate de la memoria local, la limitación a través de la iniciativa privada de la exportación de arte sin control (en vista de las deficientes políticas culturales de la región) y a la especu- lación, desde México hasta Argentina surgieron varias colecciones privadas con clara vocación pública especializadas en arte latinoamericano, aunque, infortuna- damente, los criterios curatoriales para las exposiciones y adquisiciones fueron enfocados, al menos inicialmente, desde la óptica hegemónica. En Argentina, con apoyo del empresario Eduardo Constantini, fue inaugurado el Museo de Arte La- tinoamericano de Buenos Aires (MALBA), cuya colección incluye obras de los siglos XIX al XXI de todo el continente. En México están la Colección Gelman de arte mexicano (conformada por James y Natasha Gelman) que abarca unas doscientas ochenta obras, y la Colección Jumex, que reúne en un espacio in- dustrial, en las afueras de Ciudad de México, una de las colecciones de arte con- temporáneo más interesantes del continente, propiedad del industrial Eugenio López. Por su parte, desde 1992, la Colección de Arte del Banco de la República, en Bogotá, hizo énfasis en la adquisición de obras de las vanguardias latinoame- ricanas del siglo XX (Reverón, Figari, Torres García, etc.), tema que desarrolla- remos más adelante. En estos diversos contextos locales surgieron numerosas exposiciones y publicaciones que apuntan, con la visión de América Latina, a la revaloración de ciertos artistas, muchas veces empleando perspectivas, metodo- logías y categorías de estudio más pertinentes.

(iv) Las restricciones cada vez mayores a la exportación de arte moderno vigentes en algunos países de América Latina, el agotamiento del mercado del arte latinoame- ricano, las cada vez más escasas colecciones disponibles en el mercado europeo y norteamericano34 y los nuevos intereses investigativos de algunas instituciones han llevado a un desplazamiento en el foco del coleccionismo latinoamericanista por parte de los museos y coleccionistas privados. Algunos de los enfoques de este nue- vo coleccionismo están, por un lado, en la abstracción geométrica latinoamericana (interés impulsado por numerosas exposiciones relativas)35, y, por otro lado, en las prácticas artísticas llamadas, a partir de Lucy Lippard, desmaterializadas. Den- tro de estas prácticas caracterizadas por la ausencia del objeto cabrían las acciones poéticas y políticas de las décadas de 1960, 1970 y 1980, ejecutadas a partir de ac- ciones, performances y happenings. Al no existir objeto coleccionable, las prácticas desmaterializadas requieren del documento, de la documentación y del archivo para ser revisitadas. Normalmente este tipo de archivos no cuentan con prohibición de exportación y dentro de América Latina son muy pocas las instituciones dedicadas a su recuperación36. Por la libertad de movimiento, la ausencia de instituciones y, todavía, su bajo costo, estos archivos se han convertido en la nueva frontera del
mercado internacional de arte. El interés de diversas instituciones internacionales en el archivo del colectivo argentino Tucumán Arde (Longoni et al.) o el incen- diado archivo del brasileño Hélio Oiticica son ejemplos paradigmáticos (ver Red).

4.2
En la búsqueda de incidir en la conservación y repotencialización poético-política de los archivos que dan cuenta de estas prácticas artísticas desmaterializadas, en el mundo académico han surgido reacciones como la Red de Conceptualismos del Sur, colectivo que actualmente cuenta con varias líneas de trabajo y está conformado por más de cincuenta investigadores de Iberoamérica. Con diversos enfoques, algunos de sus integrantes han trabajado sobre los archivos del colec- tivo Tucumán Arde (en poder de la artista Graciela Carnevale) y de los artistas Clemente Padín (uruguayo) y Juan Carlos Romero (argentino). Asimismo, la Red ha desarrollado en el ámbito latinoamericano con el apoyo del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de España el proyecto “Archivo Universal”, a través del cual se ha logrado en los últimos tres años un mapeo de los archivos de arte con- temporáneo de una gran parte de América del Sur (Argentina, Brasil, Chile, Perú, Colombia, Ecuador y Paraguay).

A partir de 1992, por las razones anteriormente expuestas y en el marco de las celebraciones del V Centenario del Descubrimiento de América, fecha en que va- rios museos latinoamericanos, estadounidenses y europeos activaron su vocación latinoamericanista, las directivas de la BLAA buscaron consciente y tardíamente (a la saga de las modas coleccionistas internacionales) incorporar a la Colección de Arte obras de algunos pioneros del arte moderno latinoamericano, ignorados en anteriores ocasiones.

Infortunadamente, para el exiguo presupuesto de adquisiciones del Banco de la República (exiguo al compararlo con instituciones similares de América Latina, aunque dentro de Colombia se mantenga como el único presupuesto fijo para compras artísticas), la mayoría de estas obras ya no estaban disponibles a precios de diez años antes. Figari y Reverón habían sido objeto de exposiciones antológicas en museos europeos y norteamericanos37 y la extrema visibilidad y
circulación internacional de sus pinturas las había apreciado comercialmente. Ya resultaba imposible conseguir una obra maestra de Reverón como Maja (1943; 101 x 88 cm), que se podía adquirir con un estimado de veinte-treinta mil dólares en Sotheby’s en 198238, por menos de ciento cincuenta-doscientos mil dólares. Por eso, el Banco tendría que conformarse con un hermoso y pequeño Reverón, de bajo perfil, titulado Paisaje y rancho (1924), comprado en los Estados Unidos, no en la vecina Venezuela, en 1996.

La “incorporación de obras de pioneros del arte moderno” (frase tomada de Beatriz González) fue llevada a cabo, sin duda, con un sesgo trabista: al Reverón mencionado se sumó la compra en 1997 de dos obras características del uruguayo Pedro Figari tituladas Candombé, lo que permitió completar el trío dinámico de precursores, según Marta Traba, de la modernidad continental: Andrés de Santa María (de quien el Banco, sin prevenir el aumento de precios, había adquirido sólo una pequeña obra titulada Desdémona en su primera exposición antológica en el Museo de Arte Moderno, en 1971) y las recientes adquisiciones de Reverón y Figa- ri, trío que a principios de la década de 2000 sería presentado en una sala, en una nueva curaduría de la exposición permanente.

En su conjunto, el montaje general de esta exposición parecía un homenaje al libro Historia abierta del arte colombiano de Marta Traba: el mediocre Vásquez Ceba- llos seguido por algunos paisajistas del XIX, y luego por el trío de precursores de la modernidad colombianos, Andrés de Santa María-Fídolo González Camargo- Roberto Páramo, en diálogo con el trío continental Santa María-Figari-Reverón (los grupos de tres parecen sonar bonito), y, más adelante, un “desierto insólito” hasta la genial modernidad obregoniana, surgida por generación espontánea, so- bre la que se asentaba la pléyade modernista de Los Intocables o Maestros, una es- pecie de sacerdotes venerables conformada por Botero, Grau, Ramírez-Villamizar, Negret y Wiedemann.
En las últimas dos décadas, el Banco adquirió varias pinturas, no muy repre- sentativas y casi siempre tardías, de Roberto Matta, Wifredo Lam, Rufino Tamayo, Joaquín Torres-García y un atípico David Alfaro Siqueiros (Urbanismo). Infortuna- damente, también en un gesto trabista, no se compró ni una sola obra asociada con el muralismo mexicano: aún brillan por su ausencia Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Dr. Atl y otros. Los artistas colombianos que vivie- ron en México y/o fueron especialmente influenciados por esta corriente, como Rómulo Rozo, José Domingo Rodríguez, Josefina Albarracín y Ramón Barba, aún no tienen obras en la Colección de Arte. Hena Rodríguez está representada por una sola pintura, un desnudo femenino con carácter academicista, nunca con sus potentes imágenes de la década de 1930. En el caso de Alipio Jaramillo, de quien el Banco sólo tiene una pequeña pieza, nunca hubo preocupación por adquirir su obra 9 de abril, pintada en 1948. Después de medio siglo de haber sido pintado, el significativo óleo fue vendido el 18 de noviembre de 2010 por la casa de subastas Christie’s en más de siete veces su valor estimado: 110.500 dólares (aproximada- mente doscientos millones de pesos). El Banco no pudo subir en las pujas trepidan- tes, en medio de la no decreciente fiebre latinoamericanista, por lo que fue compra- do por un excéntrico (y al parecer, compulsivo) coleccionista dominicano.

El desconocimiento absoluto del mercado, el desarrollo de una política de compras acríticamente vinculada la agenda internacional de museos, la academia, mercado y coleccionismo privado, así como los sesgos ideológicos en las adquisi- ciones artísticas han desembocado en una política molar, que sigue a destiempo las tendencias internacionales y, con ello, cae en el juego de la especulación y otros problemas implícitos (para un museo público) en la valorización y sobreprecio de obras. Parece que el Banco siempre llega tarde al banquete de los precios.

El sesgo trabista ocurre en contraposición a las donaciones o aportes de los ar- tistas del proyecto trabista: más de doscientas pinturas y dibujos de Luis Caballero donados y vendidos al Banco por sus herederos a principios de 2000; ciento veinti- nueve obras de Fernando Botero, donadas al Museo Botero por el mismo artista en 2000; alrededor de treinta obras de Guillermo Wiedemann, la mayoría donadas por su viuda en 1990; y numerosas de Enrique Grau, Alejandro Obregón (salvo por Vio- lencia, 1962, y dos estudios preparatorios para ésta, el Banco no tiene un repertorio significativo de pinturas del artista), Armando Villegas, Eduardo Ramírez-Villami- zar y Édgar Negret. De la escena de 1970, se incorporaron decenas de trabajos de An- tonio Caro, Álvaro Barrios, Bernardo Salcedo, Santiago Cárdenas y Beatriz González.

El influjo trabista en la política de adquisiciones es evidente e infortunado en una institución que debería jugar, como museo contemporáneo, un papel más activo en la reescritura de la historia del arte colombiano, papel que ha asumido contundentemente el Museo Nacional, la Universidad Nacional y la Universidad de los Andes, en Bogotá. Esta situación podría explicarse en el enfoque impulsado por Darío Jaramillo Agudelo durante sus veintidós años como subgerente cultural del Banco de la República, cargo que ejerció hasta 2007. A pesar de los evidentes logros de su administración (la ampliación de la BLAA en 1990, la inauguración de diecinueve sedes regionales, el crecimiento del Museo del Oro, la extensamen- te consultada biblioteca digital y un largo etcétera) sólo alcanzables a partir de la continuidad cultural de la gestión pública, también impulsó desde el Comité de Adquisiciones unos criterios de compra afincados en la tradición trabista, enfo- que prolongado en el tiempo (al menos hasta 2011) por Beatriz González, una de las integrantes más activas e influyentes del Comité.
A raíz de la inauguración del Museo Botero en 2000, producto de una dona- ción del artista Fernando Botero al Banco de la República (vale la pena anotar, con unas cláusulas leoninas que darían motivo para otro ensayo), conformada por ochenta y siete obras de artistas internacionales y ciento veintinueve pinturas, esculturas y dibujos del mismo Botero, la política de adquisiciones del Banco de la República fue proclive a la compra de obras europeas y norteamericanas de todos los tiempos, con la intención implícita de completar lagunas dejadas por el Museo Botero, que oscilan entre los llamados “antiguos maestros”, el abstraccionismo más contundente, el arte pop y el arte conceptual, tendencias ajenas al gusto de Botero, como él ha repetido públicamente. En esta línea, el Banco adquirió desde un par de óleos primitivos, hasta dibujos barrocos, pasteles impresionistas y gra- bados contemporáneos norteamericanos39. Aunque todos ellos resulten inéditos en un país como Colombia, ajeno a las dinámicas del mecenazgo y el coleccionis- mo de vocación internacionalista, la mayoría de obras internacionales compradas en la última década tienen una calidad cuestionable. Cuando un museo del si- glo XXI quiere competir en adquisiciones de calidad con museos y coleccionistas internacionales ampliamente financiados a nivel público y privado, no basta ni siquiera el presupuesto del Banco de la República de Colombia. Se necesita todo un sistema de apoyo, público y privado, relaciones públicas, legislación favorable (no una legislación que asuste a los coleccionistas y desestimule el coleccionismo privado) y cultura del mecenazgo. De lo contrario, todas las obras significativas estarán por fuera de la capacidad adquisitiva del Banco y el patrimonio cultural mueble de Colombia condenado al subdesarrollo.

Para ninguna institución cultural del planeta es desconocida la imposibilidad actual de iniciar la conformación de un museo enciclopédico de nivel internacio- nal. Esto es reconocido por entidades incluso del primer mundo, como el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en Madrid (España), que maneja un presu- puesto para compras, un sistema de relaciones y una planta física más amplia que la del Banco de la República. Al Reina ya no le interesa mayoritariamente adquirir obras de las vanguardias históricas, ya que reconoce la imposibilidad de confor- mar, a estas alturas, una colección coherente y significativa al respecto, aunque sea una actividad que desarrolle, modestamente, con el ánimo de poner en diálo- go obras de su exposición permanente. El logro de esta meta, configurar un museo enciclopédico de arte en el siglo XXI, sin duda es más distante en el caso colombia- no por todos los motivos expuestos. El Banco, el principal comprador institucio- nal de arte en el país, parece actuar contra la corriente y ser ajeno a las dinámicas del mercado, desconociendo sus posibilidades en este vasto y agreste territorio.


4.3 micropolítica del coleccionismo: a modo de conclusión

El mercado internacional de arte moderno y contemporáneo, víctima de la espe- culación más descarnada, tiene precios imposibles para cualquier coleccionista razonable y más en el caso del Banco cuyo presupuesto debe estirarse para cubrir enormes áreas disímiles que oscilan entre arte colombiano, latinoamericano y europeo, desde el siglo XIV hasta el XXI, pagando, además, en muchos casos, sobreprecios inesperados. En este escenario es necesario desarrollar micropolí- ticas de coleccionismo ajenas a las dinámicas del mercado del arte que deberán reconocer sus tendencias, y promover adquisiciones razonables y específicas en este concierto.

La Colección de Arte necesita autonomía política y, con ésta, debe propen- der por la generación de una nueva tradición filantrópica con el desarrollo de procesos educativos, el estímulo de una legislación adecuada y el desarrollo de relaciones públicas, a nivel nacional e internacional, para generar, por ejemplo, sociedades de amigos en Norteamérica y Europa, o agencias culturales en Amé- rica Latina dedicadas al trabajo con artistas y coleccionistas. Necesita también adquirir independencia en las decisiones de compra en el seno de la Colección de Arte, propendiendo por su autonomía dentro de la estructura organizacional del Banco. Meritocratizar aún más el Comité de Adquisiciones con un núcleo de historiadores del arte, docentes universitarios y especialistas en mercado, ajenos a sectarismos de tal o cual índole. Se debe promover la autonomía y el presupues- to para los curadores de la Colección, quienes deberían actuar como consejeros para las decisiones grandes, según su criterio autónomo, tomando decisiones de compra que no superen determinadas cuantías (ésto ocurre en la política de adquisiciones en The Museum of Modern Art), ya que son quienes mejor conocen las colecciones. Este nuevo Comité permitiría, por primera vez, la adquisición de obras otrora rechazadas como Bachué de Rómulo Rozo (rechazada en dos ocasio- nes), Eva de José Domingo Rodríguez o los dibujos de Pablo Solano.

No siempre los museos tienen que especializar su política de adquisicio- nes en “rellenar lagunas” y no todos deben ser enciclopédicos. El Banco no tiene una buena colección de arte colonial y, para empezar, podría reconocer esta falencia y entregar en préstamo, al Museo de Arte Colonial, especializado en la materia, este segmento de su colección, conservando algunas obras que permitan poner en diálogo trabajos de los siglos XIX, XX y XXI de la exposición permanente. En Bogotá no existe un museo de arte contemporáneo y parece que tampoco uno de arte moderno. El Museo del Siglo XIX fue absorbido por el Ministerio de Cultura y su futuro como entidad autónoma aún es incierto. Sería significativo que el Banco asuma este papel permeado por su histórica vocación latinoamericanista. Las compras de arte europeo y norteamericano no deben pensarse para llenar lagunas del Museo Botero, sino para posibli- tar la puesta en diálogo de obras latinoamericanas e incluir lo colombiano en lo latinoamericano, sin las diferenciaciones explícitas de la actual exposición permanente (Colección de Arte Colombiano-Colección de Arte Latinoameri- cano-Colección Internacional-Museo Botero) y sin pretender conformar un panorama enciclopédico del arte universal de todos los tiempos, intención decimonónica y de antemano condenada al fracaso. En este sentido, sería inte- resante integrar en una sola institución y bajo un solo nombre (con una razón social más incluyente que la de “Museo de Arte del Banco de la República”) las diversas secciones que conforman la Colección, y sería aún más significativo explicarle a Botero que, en busca de una mayor coherencia y diálogo entre las obras del Banco, permita integrar la sección internacional del Museo Botero con la Colección de Arte.

Este museo de arte contemporáneo con vocación latinoamericanista no debe caer en el juego de las tendencias del mercado o de las agendas institucionales de Norteamérica y Europa. En este momento, sería significativo que la Colección de Arte se decante por los procesos, por el registro y la documentación del arte moderno y contemporáneo, en vista de la ausencia de centros de documentación artística en el país, y que no recueste esta responsabilidad en las colecciones bibliográficas y documentales de la Biblioteca Luis Ángel Arango.

Colección de arte de Karl Buchholz desplegada en su casa de Bogotá, 1984. La colección incluía varias obras de Fernando Botero, Oskar Kokoschka, Marino Marini, Max Beckmann, Luis Caballero, Eduardo Ramírez- Villamizar, Leonel Góngora, Alejandro Obregón, entre otros. Fotografías: Archivo fotográfico de Hernán Díaz (Ca.1984).

Uno de los veintisiete mil valiosos libros antiguos de la biblioteca particular de Nicolás Gómez Dávila, adquirida por la Biblioteca Luis Ángel Arango. Se trata de las “Obras completas de Nicolás Maquiavelo”, en edición italiana de 1550. Fotografía: Halim Badawi/ Biblioteca Luis Ángel Arango.

 

Anuncio publicitario de la Galería Arte Precolombino de Luz Miriam Toro, publicado en una revista de arte (1991). Fotografía: Halim Badawi/Centro de Documentación, Museo Nacional de Colombia.

Uno de los números de la revista Universidad, perteneciente a la colección donada por Germán Arciniegas a la Biblioteca Nacional de Colombia, y dada de baja por la institución. Fue encontrada en un mercado de libros de segunda mano. Fotografía: Halim Badawi.

Notas

1 En varios países europeos, especialmente en Francia, los primeros museos surgieron bajo la iniciativa directa del Estado. Sus acervos se constituyeron a partir de las antiguas colecciones reales y gabinetes de curiosidades. Por su parte, los museos norteamericanos privilegiaron la iniciativa privada, impulsada por una legislación que favorecía a la filantropía. En el caso de Colombia, el Museo Nacional fue una institución sui generis, iniciada bajo el modelo francés (por impulso de la comisión francesa que lo creó y por el espíritu que guío su ley de constitución), pero sin colecciones reales precedentes, sin una cultura local de coleccionismo y sin estímulos tributarios a las donaciones (propios del modelo norteamericano). Esta situación pudo haber cambiado ya durante la segunda mitad del siglo XIX con el advenimiento de una creciente cantidad de viajeros neogranadinos a Estados Unidos e Inglaterra. Sin embargo, a su regreso a Colombia, estos viajeros no contribuyeron a cambiar las estrategias del Museo o los modelos del coleccionismo privado.

2 En 1859 se inició el ejercicio de revaloración de artistas del período colonial con la publicación del libro del historiador José Manuel Groot titulado Noticias biográficas de Gregorio Vázquez Arce i Ceballos: pintor granadino del siglo XVII. Bogotá: Imprenta de Francisco Torres Amaya, 1859. El proceso sería continuado y afianzado por Alberto Urdaneta y Rafael Pombo, los principales coleccionistas finiseculares de la obra de Vásquez. Ellos incluirían un amplio repertorio de sus pinturas en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1886, marcando un canon coleccionista que seguirían efusivamente sus contemporáneos.

3 Entre 1845 y 1900 sólo 580 colombianos visitaron Europa (ver Martínez).

4 Alberto Urdaneta fue el principal impulsor de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, abierta al público en 1886. A través de artículos en publicaciones periódicas como Los Andes (1879) y el Papel Periódico Ilustrado (1881-1888), y también del perfil de la nómina de profesores de la Escuela, defendió el academicismo como sistema de representación ideal para la emergente república. Por su parte, la correspondencia personal de Rafael Pombo da cuenta de sus afinidades estéticas con el academicismo naturalista.

5 Para mayor información sobre los modos y dinámicas del coleccionismo finisecular colombiano, pueden consultarse tres ensayos del autor: “El coleccionismo de arte en

Colombia durante la Regeneración: modernidad, historiografía y patrimonio. Una primera aproximación”. Textos. Documentos de Historia y Teoría 22 (2010): 199-223; “Modos de coleccionar arte: Bogotá+Rosario”. Anuario10: Registro de acciones artísticas en Rosario. Rosario: Museo de Arte Contemporáneo de Rosario MACRO, 2010, y “Fallas de origen: el Museo de la Escuela de Bellas Artes y los orígenes del canon historiográfico sobre el academicismo en Colombia”. Miguel Díaz Vargas: una modernidad invisible. Bogotá: Fundación Gilberto Alzate

Avendaño, 2007.

6 Para mayor información, recomiendo consultar el ensayo de Beatriz González titulado “La colección internacional del Banco de la República: Reseña del coleccionismo de arte internacional”.
7 Para mayor información consultar WU, Chin-Tao.
8 La única fundación colombiana dedicada a enriquecer las colecciones de los museos del país fue la Fundación Beatriz Osorio para el fomento de los museos y la conservación de los monumentos nacionales, creada en 1948 y liquidada en 2010. Otras sociedades de amigos surgieron a partir de la década de 1990.
9 Existen numerosas leyes dedicadas al patrimonio cultural mueble (artístico, bibliográfico, documental) desde 1920 (Ley 47). Otras leyes subsiguientes que han regulado este tipo de patrimonio son la Ley 14 de 1936, por la cual Colombia se adhirió al Pacto Roerich; la Ley

163 de 1959 con Decreto Reglamentario 264 de 1963; la Ley 397 de 1997 por la cual se creó el Ministerio de Cultura; la Ley General de Archivos (594 de 2000); el Decreto 4124 del 10 de diciembre de 2004 (dedicado a los archivos públicos y privados); la Ley 1185 de 2008 en la que se establece la distinción entre patrimonio cultural y bien de interés cultural, entre muchas otras.

10 Tanto el Museo Nacional de Colombia como el Instituto Colombiano de Antropología e

Historia ICANH son entidades adscritas al Ministerio de Cultura.


11 La misión del ICANH puede consultarse en <http://www.icanh.gov.co/?idcategoria=1168> y la del Museo del Oro en <http://www.banrep.gov.co/museo/esp/inf_mision.htm>.
11 Eran reconocidas las importantes colecciones arqueológicas de la galerista Luz Myriam

Toro; de los artistas Édgar Negret, Eduardo Ramírez Villamizar y Fernando Botero; de la gestora cultural Gloria Zea de Uribe; del periodista Hernando Santos y del actor francés

Claude Pimont, entre muchas otras personas.

13 En 2009, el Gobierno colombiano compró, en una sola operación, 32 helicópteros, 25 aviones, 60 lanchas de combate y otros elementos para las tropas con los cerca de 8,5 billones de pesos (3.795 millones de dólares) que recaudó con un impuesto al patrimonio para las clases más adineradas.
14 “Artículo 8º. Los particulares podrán emprender por su cuenta exploraciones y excavaciones de carácter arqueológico o paleontológico, previa licencia de la autoridad competente y bajo la vigilancia del Consejo de Monumentos Nacionales. El Consejo queda autorizado para comprar los hallazgos de interés, o para expropiarlos mediante los trámites legales”.
15 “Artículo 9º. Las personas que en su poder tuvieren cosas de las comprendidas en el artículo

1, no podrán sacarlas del país sin el permiso previo del Consejo de Monumentos Nacionales. La omisión de esta formalidad hace decomisable el objeto por las autoridades aduaneras. Para los efectos de importación y exportación de los monumentos muebles de que trata el artículo ya citado, el Gobierno de Colombia se atendrá a lo dispuesto en los artículos 2, 3, 4,

5, 6, y 7 del Tratado Internacional, antes mencionado”.

16 “Artículo 10º. Los inmuebles y muebles comprendidos en esta Ley que pertenecen a particulares, podrán ser adquiridos por la Nación mediante compra. Caso de que esto no sea posible, podrán ser expropiados mediante los trámites legales”.

17 Ver la incautación de 723 piezas prehispánicas de la colección del actor francés Claude Pimont: <http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-996941>; la incautación de cerca de 2000 objetos de la Galería Arte Indígena: <http://www.eltiempo.com/archivo/ documento/MAM-1558088>.

18 Las incautaciones internacionales, varias, efectivamente relacionadas con tráfico ilícito, fueron ordenadas por el Ministerio de Cultura a la Interpol en casas de subastas como Sotheby’s o Christie’s. En muchas de ellas, intervine directamente como denunciante a través de un blog que tuve hasta 2007 titulado Arte colombiano en subastas internacionales.
19 Desde finales de la década de 1990, la Biblioteca Luis Ángel Arango ha recibido las bibliotecas de Alfonso Palacio Rudas, Jorge Ortega Torres, Pilar Moreno de Ángel y Nicolás Gómez Dávila.
20 Está reglamentada por la Ley 44 de 1993, el decreto 460 de 1995, el decreto 2150 de 1995 y el decreto 358 de 2000.
21 La misión de la Biblioteca Nacional de Colombia es la siguiente: “La Biblioteca Nacional de Colombia es la institución que garantiza la recuperación, preservación y acceso a la memoria colectiva del país, representada por el patrimonio bibliográfico y hemerográfico en cualquier soporte físico; así como la promoción y fomento de las bibliotecas públicas, la planeación y diseño de políticas relacionadas con la lectura, y la satisfacción de necesidades de información indispensables para el desarrollo individual y colectivo de los colombianos” (Ver http://www.bibliotecanacional.gov.co/?idcategoria=28394).
22 La procedencia del Archivo Díaz del Castillo no ha sido difícil de determinar. Su último poseedor, Emiliano Díaz del Castillo, se dedicó a reunir durante más de sesenta años los archivos de otros miembros de su familia, la mayoría de ellos historiadores, políticos, próceres de la Independencia y religiosos connotados.
23 Biblored ha relegado la responsabilidad distrital de recuperación del patrimonio bibliográfico a la Biblioteca Luis Ángel Arango, al Ministerio de Cultura y a las universidades. Y se ha ocupado de construir en la última década cuatro grandes edificios que albergan colecciones bibliográficas y hemerográficas que se descartan cada cierto tiempo, impidiendo la conformación a futuro de una colección bibliográfica patrimonial para el distrito. Las políticas de donaciones de Biblored parecen estar destinadas para los editores (libros nuevos y actualizados —concepto discutible en ciencias humanas—).
24 MONOPSOLIO: Monopolio de demanda. Situación en que el demandante, siendo único, puede fijar a su arbitrio el precio de mercado, con lo cual está en situación de apoderarse de parte del excedente del oferente (Definición tomada del documento “El mercado de capitales y Bolsa de Comercio en Santiago de Chile”).
25 Desde 2005, a partir de un proceso continental que propendió por la reactivación del potencial poético-político de la obra de artistas y colectivos de las décadas de 1960 y 1970,

numerosos investigadores colombianos han estudiado la obra del Taller 4 Rojo. Es necesario nombrar a Alejandro Gamboa con su tesis de Maestría de la UNAM, próxima a ser publicada por la Fundación Gilberto Alzate Avendaño; María Sol Barón y Camilo Ordoñez; y el colectivo Taller Historia Crítica del Arte (Halim Badawi, María Clara Cortés, William López, Sylvia

Juliana Suárez, Luisa Fernanda Ordóñez y David Gutiérrez Castañeda).

26 Según un catálogo del Museo de Bellas Artes de Caracas de 1958, el Museo había recibido en donación o comprado óleos de artistas como Ricardo Acevedo Bernal, Pedro Figari, Jean- Baptiste-Louis Gros, Oswaldo Guayasamín, Carlos Mérida, Roberto Matta, Diego Rivera, Johan Moritz Rugendas y numerosos autores europeos.
27 Fuente: <http://www.bajaeco.com/cuanto.cfm>.
28 Aclaro que estos artistas no tuvieron contacto directo con las mafias, pero sus obras circularon en el mercado y fueron adquiridas, en repetidas ocasiones, por narcotraficantes y sus marchantes. En colecciones incautadas en las últimas décadas al narcotráfico aparecen obras de estos artistas, así como de otros que, al parecer, pasaron la prueba de los mercados: Fernando Botero, Alejandro Obregón y Darío Morales (ver las colecciones de la “Monita” Retrechera, de Pablo Escobar y de Gonzalo Rodríguez Gacha). Los precios de todos los anteriores tuvieron un auge inusitado en la década de 1980.
29 Ver Sotheby’s. 18th, 19th and 20th Century Latin American Paintings, Sculpture, Prints and

Photographs. New York: Madison Avenue Galleries, 1982.

30 La exposición, titulada León Ferrari, se llevó a cabo en el Museo de Arte del Banco de la

República entre el 31 de marzo y el 4 de julio de 2011.

31 Algunos artistas mexicanos, especialmente relacionados con el Muralismo, habían sido conocidos en los Estados Unidos desde mediados del siglo XX por su presencia en ese país Igualmente, algunas colecciones norteamericanas ya contaban con sus obras.
32 Sobre el crecimiento de las colecciones de arte latinoamericano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York ver la exposición curada por Luis Pérez-Oramas titulada “New Perspectives in Latin American Art, 1930–2006: Selections from a Decade of Acquisitions”. Noviembre 21, 2007-Febrero 25, 2008.
33 Recorte de prensa sin fecha que reposa en el archivo del autor.
34 Por ejemplo, muchas de las obras maestras del arte mexicano disponibles en el mercado norteamericano se han agotado, y las restricciones legales para la exportación de arte mexicano desde México son cada vez mayores. Tienen prohibición de exportación las obras completas de José María Velasco, José Clemente Orozco, Diego Rivera, Gerardo Murillo Coronado (Doctor Atl), David Alfaro Siqueiros, Frida Kahlo y Saturnino Herrán. Y, desde

2001 y 2002, las obras de Remedios Varo y María Izquierdo (Ver Estado Mexicano, 10 de julio de 2007).

35 Algunas exposiciones que circularon por Estados Unidos y América Latina e impulsaron estos nuevos enfoques del coleccionismo fueron “Gego”, “Inverted Utopias: Avant-Garde Art in Latin America”, “Beyond Geometry: Experiments in Form 1940s to 1970s”, “Dimensions of Constructive Art in Brazil: The Adolfo Leirner Collection”, “Geometric Abstraction: Latin American Art from the Patricia Phelps de Cisneros Collection”, etcétera.
36 Un ejemplo lamentable es la carencia de recursos y/o políticas claras en los centros de documentación de algunos museos latinoamericanos como la Biblioteca del Museo Nacional de Bellas Artes “Raquel Edelman”, en Buenos Aires; el Centro de Documentación del Museo Nacional de Colombia, en Bogotá, y un largo etcétera. Un caso exitoso y excepcionalmente valioso es la Fundación Espigas, una iniciativa privada en Buenos Aires.

37 Ver Armando Reverón (1889-1954): exposición antológica. Museo Nacional Centro de Arte

Reina Sofía. Madrid, 1992; Pedro Figari, 1861-1938. Pavillon des arts. París, 5 mazo-24 mayo,

1992.

38 Ver Sotheby’s. 18th, 19th and 20th Century Latin American Paintings, Sculpture, Prints and

Photographs 22. New York: Madison Avenue Galleries, 1982.

39 Vale la pena decir que se adquirieron obras de una mediocridad sublime como el impertinente óleo del artista español Ramón Gaya y dos pequeños (y también costosos) dibujos de Giorgio Morandi.