Monumento y registro

Julia Buenaventura

I.

La instalación In Memoriam hecha por María Elvira Escallón en el 2001 se sostiene sobre una regla básica: lo menos denso flota sobre lo más denso. Y el hielo es menos denso que el agua. Una columna hecha de hielo o un bloque de hielo en forma de columna se encuentra en un cubo de vidrio, alargado, vertical y lleno de agua, de modo tal que, en primera instancia, su capitel queda en constante contacto con la tapa del recipiente, mientras su base permanece alejada de la cara inferior del receptáculo. Y he dicho “en primera instancia” pues el asunto es de hielo, y el hielo se disuelve en el agua, así que la columna irá desapareciendo a lo largo de un periodo de tiempo: 20 horas.

300 kilogramos en 20 horas, 20 horas por 300 kilogramos. El tiempo de este sólido está previamente estipulado en virtud de su masa. El tiempo de este sólido es –tal como acostumbra ser el tiempo– irreversible: todo lo que va perdiendo la columna es irreparable, no hay modo de añadirle a la pieza el diámetro perdido, el diámetro pasado. De esta forma, los 300 kilogramos de agua permanecen en el mismo lugar y, sin embargo, se mueven: avanzan hacia el futuro, se disuelven haciendo del tiempo y su carácter irreversible algo tangible, a la par que hacen tangible su falta de diana, de coordenada y de ‘hacia dónde’, en  tanto que su mismo y permanente transcurrir no lleva a ningún destino. El presente de este bloque congelado se arma, entonces, como pasado de un futuro previamente estipulado, el pasado de una ruina que se convertirá en nada; todo el andamiaje funciona para formar un recuerdo. Ahora bien, no de cualquier ruina ni de cualquier recuerdo, sino justamente del recuerdo de la columna y de todo lo que ella conlleva.

In Memoriam es un trabajo alegórico. La obra está construida sobre un entramado artificial y arbitrario en el que la cosa no es la cosa sino sólo una apariencia engañosa: la columna no es columna, es un pedazo de hielo. De hecho, de la columna sólo tenemos la forma del molde en donde fue ya no fundida, sino congelada. Y es esta forma, esta apariencia, la que constituye a la obra y a su abanico de relaciones posibles; unas relaciones, por cierto, que se dan como tensiones, como profundas contradicciones alrededor de todo lo que implica una columna en nuestra cultura.

Cualquier columna –dórica, jónica, corintia– nos lleva hacia la antigüedad grecolatina, una antigüedad que en América durante el siglo XIX y la primera mitad del XX se constituyó como el Pasado -esto es como un pasado único, verdadero y común a todos los habitantes de estas tierras. El continente tenía varios pasados –africano, indígena, bárbaro– y, sin embargo, para dibujar la línea recta de una Historia que condujera hacia un futuro también único, verdadero y colectivo, fue necesario escoger un origen y asignarnos un pasado: el de la democracia grecolatina que se daba, a su vez, como fuente del Renacimiento y de la Ilustración. No es casual que en América, una vez constituidas las repúblicas, se levantara un arsenal de obras, edificios públicos y monumentos cargado de columnas. Desde el Lincoln Memoriam hasta la Catedral de Buenos Aires, y desde el Capitolio Nacional de Colombia hasta el Hospicio Cabañas de Guadalajara o el Teatro Municipal de São Paulo, las columnas se encargarían de soportar el peso de las construcciones públicas, a la vez que se propondrían, en sí mismas, como el peso de una historia profundamente antagónica en cuanto era tan antigua como reciente.

Cada una de las columnas levantadas en este suelo tenía que proyectar entonces la apariencia de una solidez indestructible; el peso de la base le asignaría una apariencia inamovible en cuanto camino hacia lo alto, hacia la meta. Capitel o frontispicio, la columna estaría signada por la levedad propia de una ruta cuyo derrotero está previsto, cosa que los arquitectos conseguían de una manera sencilla: haciendo el diámetro inferior un poco mayor que el diámetro superior, afirmando así la planta al mismo tiempo que le otorgaban una levedad a la meta. Porque toda columna va de abajo hacia arriba, de la tierra hacia el cielo; toda columna se levanta, se erige, se alza y se prolonga, tal como lo querían hacer las nuevas naciones que comenzaron a trazar sus memorias incluso antes de haber dibujado sus fronteras.

Las columnas tenían dos características fundamentales: la primera, el material que -mármol, bronce, granito- le asignaba la inmovilidad propia de lo eterno; la segunda, su carácter vertical que marcaba el camino hacia lo alto, y lo alto se entendía como progreso, y el progreso como victoria. Es decir, se erigían en un tiempo que, si bien era perpetuo, tenía derrotero: un transcurso que se empeñaba en considerar al futuro como meta. Las columnas trazaban una historia general en la que la antigüedad y el futuro se daban la mano y así la ruta se hacía tan inmodificable como verdadera.

La columna de María Elvira Escallón es, por el contrario, de mentiras. Y más aún, se encuentra al revés por la regla ya mencionada: lo menos denso flota sobre lo más denso. Una regla física y no una regla histórica es la que la mantiene sin soporte: su extremo superior está en permanente contacto con el límite de la urna que la contiene mientras su extremo inferior permanece flotando. En suma, se trata de una columna sin base, de una anti-columna. Los ojos de un espectador incapaz de renunciar por completo a la tradición de la columna la recorren de abajo hacia arriba para chocarse de inmediato con su parte superior y devolverse en una especie de acción que señala que hay un error en la disposición del objeto.

El deseo es básico: agarrarla entre las manos y asentarla de una vez por todas sobre el piso, hacer que en su aparente carácter de columna se la haga comportarse como columna y no como un pedazo de hielo que tiene las horas contadas. Darle estabilidad, hacerla un pilote capaz de soportar un peso y no un peso que es soportado por todos los flancos; más aún, parar el tiempo de este hielo y su constante progresión hacia la nada. Se trata de dos deseos –otorgarle una base y parar el tiempo que se lo está comiendo– que no sólo se dan frente a este objeto, sino frente a todo lo que este objeto, en su carácter alegórico, se encarga de recordar. El deseo es reconstituir, volver sobre aquella Historia erigida por esas otras columnas que se dieron como pilotes de proyectos colectivos, aquellas que se erigieron como una antigüedad adquirida capaz de soportar un futuro previamente estipulado. Lo que se está desintegrando en In Memoriam no es un bloque de hielo, es justamente esa Historia que tenía alguna ruta, alguna tarea en este mundo. Dicho de otro modo, lo que se hace permanentemente presente en In Memoriam es el recuerdo del futuro.

La estrategia que construye la obra, la alegoría, no es bajo ninguna circunstancia casual. Que In Memoriam se levante como apariencia y no como objeto va a estar, a su vez, profundamente enlazado con su referente “columna”. Me explico: la obra se da como un teatro cuya duración se encarga de exponer su carácter de ficción, la pieza se revela en cuanto se disuelve. Ahora bien, el punto radica en que esta estrategia: parecer columna, es la misma estrategia utilizada por las columnas en nuestros territorios: parecer antiguas y más aún parecer útiles.

Las columnas levantadas en estas coordenadas durante el XIX y la primera mitad del XX hacían todo lo posible por parecer estructuras, pero no lo eran; por el contrario, se exponían como telón ya no de fondo sino frontal. Vuelvo sobre mis ejemplos: las columnas de la Catedral de Buenos Aires o del Capitolio Nacional de Colombia en Bogotá son meras fachadas encargadas de sostener un frontispicio y no un techo. No forman parte de la estructura sino que se dan como teatro que anuncia la construcción de lo público, de la res publica, de la República. De hecho, muchas veces ni siquiera son columnas sino que sencillamente son dibujos de columnas dispuestos sobre paredes capaces de soportarse a sí mismas; basta recorrer el centro de las ciudades americanas para asistir a este espectáculo.

El punto se encuentra, entonces, en que In Memoriam es tan alegórica como su referente; la diferencia está  en que In Memoriam se levanta sobre una duración de 20 horas, mientras las otras columnas se proponían durar por lo menos unos 20 siglos tanto para adelante como para atrás, tanto en su pasado como en su futuro. En un apartado de un diálogo de la artista con el historiador Gonzalo Sánchez sobre esta obra, afirman:

Gonzalo Sánchez: Hay una especie de renuncia a la trascendencia y a la duración. En efecto, antaño se consideraba intrínseco de la labor del artista crear para la contemplación de los contemporáneos, pero también para la posteridad. ¿Era entonces eso tomarse demasiado en serio? M. E. Escallón: Quizás es más difícil hoy en día mantener la ficción de que las obras duran. Pero, de algún modo, todo trabajo de arte es perenne y es efímero a la vez. Es cierto que existen obras que han sido diseñadas para desafiar el tiempo y perdurar, y por eso son plasmadas en materiales que tienen estas propiedades. Sin embargo, hay otras que han sido concebidas más como procesos y acogen dentro de sí mismas la dimensión tiempo; no se resisten a  la  impermanencia sino que por el contrario,  la  incluyen. Saben que desaparecerán y esa desaparición es parte de su propio cuerpo. Puede durar una fracción de segundo, un minuto, una hora, etc.1

Quizás es más difícil hoy en día mantener la ficción de que las obras duran, quizás es más difícil hoy mantener la ficción de que nuestro camino es hacia el futuro y de que sus bases están bien sustentadas en un pasado único, firme, verdadero. En cuanto se fue diluyendo el futuro se fue diluyendo también el pasado, pues tanto el uno como el otro  fueron erigidos como apariencia, como acuerdo colectivo y, como todos los acuerdos, arbitrario –o, diríamos, alegórico. La columna de María Elvira comparte el tiempo de las columnas que soportaron nuestras repúblicas, un tiempo –el tiempo– cuyo carácter eterno hace, en cualquier caso, que 20 siglos no sean demasiado diferentes a 20 horas.

 

En Un paseo por los monumentos de Passaic, texto-obra escrito por Robert Smithson en 1967, se propone un experimento encargado de demostrar la irreversibilidad propia de lo eterno.

 

Ahora me gustaría demostrar la irreversibilidad de la eternidad usando un experimento ingenuo para la verificación de la entropía. Imagínese una caja de arena dividida por la mitad, con arena negra de un lado y arena blanca del otro. Tomemos un niño y hagamos que corra por la caja cien veces en sentido horario hasta que la arena se mezcle y comience a quedar gris: después hagamos que corra en el sentido contrario al de las agujas del reloj y el resultado no será la restauración de la división original, sino un gris todavía mayor y un incremento de la entropía.

Está claro que si filmáramos ese experimento podríamos probar la reversibilidad de la eternidad mostrando la película de atrás para adelante, pero entonces, tarde o temprano, la propia película se destruiría o se perdería, y entraría en un estado de irreversibilidad. De algún modo esto sugiere que el cine ofrece una fuga temporaria o temporal de la disolución física. La falsa inmortalidad de la película da al espectador una ilusión de control sobre la eternidad: pero las superstars se están extinguiendo.2

Cuando el bloque de hielo de In Memoriam se desvanece, otro bloque sacado del mismo molde toma su lugar; una vez el periodo de la exposición se acaba, quedan las fotos. Sin embargo, las fotografías también habrán de disolverse, tal como las columnas sin importar si son de piedra o sean de hielo, y esto en un periodo cuya extensión –larga o corta– sólo es dada por el punto de vista desde el cual se juzgue el evento. Ambas columnas son igualmente efímeras, igualmente artificiales. Ahora bien, si para la primera y para los que la construyeron el futuro era la meta, y la meta se prolongaba ad infinitum, para nosotros el futuro es justamente toda la proyección de una ruina. Vuelvo a Smithson: “En vez de llevarnos a recordar el pasado como los antiguos monumentos, los nuevos nos llevan a olvidar el futuro”.3 Y es que el futuro en nuestros días se caracteriza por haberse comido al presente, pero no en forma de expectativa sino en forma de desecho.

 

El tiempo de vida de los objetos que dominan nuestro entorno, de una botella plástica por ejemplo, es extremadamente breve: pasa de ser nueva a vieja sin ningún tipo de transformación ni de mudanza. Su tarea en este mundo es instantánea y su futuro es inmediato. Esta condición propia de los objetos sacados de moldes, de las copias y copias que abarcan nuestro panorama, está en continua tensión con los milenios que supuso la formación de su material mismo: el petróleo. El recuerdo de los dinosaurios se transforma en un futuro que no necesita de tiempo para ser alcanzado. De igual forma, tal condición de instantaneidad está en tensión con su post-futuro: la botella plástica necesita de un instante para transformarse en ruina, pero esta ruina necesita 100 años para convertirse en nada. Y no ha pasado más de un siglo desde que hicimos la primera de estas ruinas. Su inmediatez está en contradicción con la extensión de su pasado y de su post-futuro, dos ámbitos que le son completamente ajenos, como si el objeto sólo fuera un lapso de su historia, de su recorrido en esta tierra. El objeto es únicamente una fracción de su ruta. Pero, en cualquier caso, su ruta continúa, se prolonga de manera, repito, irreversible. Y es esta ruta, o la suma de todas estas rutas, de todos estos des-hechos –cosas que han perdido su condición de hechos, su actualidad– la que ha generado un nuevo continente en el Pacífico Norte, un nuevo continente de deshecho que tiene dos veces el tamaño de Estados Unidos y cuyo millón de toneladas de peso se mantiene a flote porque, en cualquier caso, lo menos denso flota sobre lo más denso, y en este caso, el plástico es menos denso que el agua.

 

II.

Los monumentos levantados sobre los suelos de las repúblicas americanas durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX tenían una condición: ser tan pesados como lo permitiera el presupuesto y, en efecto, varios tuvieron que ser trasladados en razón de su peso: las 12 toneladas del Washington-Zeus hecho por Horatio Greenough en 1841 terminaron por agrietar el suelo de mármol del capitolio de Washington, de forma que sólo dos años después de su instalación tuvo que trasladarse al patio oriental de la construcción, para seguir a continuación con una ruta que finalmente lo dejaría en lo que es hoy el National Museum of American History. En São Paulo, el monumento a Ramos de Azevedo dispuesto sobre la avenida Tiradentes al frente de la actual Pinacoteca tuvo que ser retirado y almacenado durante unos años para ser luego reinstalado nuevamente en la USP –Universidade de São Paulo–, pues sus 36 toneladas impedían por completo la construcción del metro que atravesaría el suelo sobre el cual se erigiría.

El peso, justamente, intentaba hacer a los monumentos intransferibles al establecerlos como pilotes que sostenían la ruta de las respectivas naciones. No es casual que las nuevas repúblicas destinaran buena parte de sus fondos para construirlos. Así, estos monumentos, tal como las columnas, intentaban levantar una historia tan antigua como moderna: el Washinton-Zeus es nada más ni nada menos que una comparación entre el héroe norteamericano y el antiguo dios grecolatino, mientras los monumentos ecuestres típicos de una Independencia puesta en escena varios lustros después de su victoria seguían la imagen de Marco Aurelio –de la estatua del siglo II d. C- que, así, se convertía en el modelo de este tipo de esculturas. En estos monumentos de los héroes independentistas vuelven a combinarse los tres momentos: la antigüedad grecolatina, el Renacimiento –no hay que olvidar que fue el mismo Miguel Ángel el que hizo trasladar la escultura de Marco Aurelio, para reasignarle su importancia– y la Revolución Francesa, ya que muchos de estos héroes siempre están vestidos con uniformes napoleónicos. En suma, volvemos sobre los tres pasados que habían sido adquiridos y configurados como el Pasado.

Las esculturas nacionales marcaban el mapa de las ciudades, las coordenadas de los centros urbanos que crecerían de una manera arrolladora durante el siglo XX y que en su crecimiento fueron borrando esas mismas coordenadas y abandonando esos pilotes, tanto en el medio urbano como en la escritura de las historias del arte de la segunda mitad del XX. Sólo es necesario advertir como ni Rosalind Krauss ni Marta Traba las mencionan; de hecho, para hablar de escultura-monumento en un texto ya clásico como lo es “La escultura en el campo expandido”, Krauss vuelve sobre el Marco Aurelio del siglo II y nunca, jamás de los jamases, menciona los monumentos ubicados en el Central Park de Nueva York en las décadas del cambio de siglo: el Bolívar ecuestre de 1919 de Sally James Farnham o el monumento a Colón que fue instalado en 1892 en el cuarto centenario del descubrimiento, cuya estatua se encuentra sobre una columna de enormes proporciones. Ese Pasado como invención del pasado, fue archivado inmediatamente después de ser construido y, así, fue suspendido de nuestras respectivas historias del arte.

lo anterior sucedió porque los monumentos no entraban en la cronología organizada del XX, no casaban en modo alguno con el desarrollo de una escultura que tenía que ir desde Rodin y Brancusi hasta la propuesta del Minimalismo, es decir un arte que pasaba del paulatino abandono de la representación, y con esto el alcance de una autonomía de la forma, a su liberación de la Historia. Un arte, sin más, que debía dejar de ser monumento. Si yo comienzo mi relato de la escultura moderna con el Washington-Zeus o con el monumento ecuestre a Artigas de la plaza de Montevideo de 1902, para acabar en el Minimalismo o en el Neo-concreto, o en la escultura de Bursztyn, Obregón o Ramírez-Villamizar, el origen se me vuelve pantano, y de los pantanos no se consigue salir fácilmente. Toda ruta -bien sea la del monumento o la de la escultura no-representativa- es básicamente un artificio hecho desde el punto de llegada, desde el presente.

Ahora volvemos sobre el monumento porque se acabó la ruta, porque se acabó por completo su propuesta de futuro, y entonces esta vuelta se convierte en juego: la particularización de su carácter general, la posibilidad de convertir la Historia en una simple anécdota fortuita. En la obra María Elvira Escallón, esta particularización aparece en la particularizando el tiempo de una columna que dibuja su transcurso siguiendo formas aleatorias durante un lapso tan específico como tangible; en la de Miguel Ángel Rojas se deja ver en la conversión del David de Miguel Ángel Buonarroti en el David de Miguel Ángel Rojas.

La instalación David de Miguel Ángel Rojas, hecha en el año 2005 y presentada en las ruinas de lo que alguna vez fue el hotel Hilton de Bogotá y hoy es un local de la cadena de supermercados Éxito, consiste en una serie de 12 fotografías de formato rectangular vertical de 1×2 m, en color sepia, tomadas del fotógrafo Fernando Cruz. El modelo de tales fotografías es José Alejandro, un soldado del ejército colombiano mutilado por una mina antipersonal. En la toma siempre frontal, el cuerpo del modelo se dispone tal como el de la escultura de Miguel Ángel Buonarroti, completamente desnudo, la mano izquierda a la altura del hombro, la mano derecha relajada a la altura del muslo.

La obra de Rojas se construye entonces a través de la alegoría entendida como la relación que se teje sobre un par de cosas distantes en la que una de ellas es la apariencia de la otra. La primera relación es el nombre de los autores: Miguel Ángel:Miguel Ángel, paralelo que revela una agudeza que, una vez es captada, despierta la sonrisa propia de la broma. Toda broma consiste en establecer una relación improcedente, una suerte de absurdo en el que dos extremos se encuentran a la vez que se rechazan. Este juego entre los nombres es elemental, llano, tanto así que parece una característica adherida, fortuita, incluso improcedente: los dos nos llamamos Miguel Ángel. Sin embargo, es justamente ese carácter propio de lo improcedente aquello que teje el abanico de relaciones establecido por la pieza, pues el asunto consiste en proponer una coincidencia –y bajo ninguna circunstancia un deber ser–  como base de la obra.

Los monumentos de nuestras naciones nunca consideraron la posibilidad de levantarse sobre coincidencias. Su semejanza con la escultura clásica, con la renacentista especialmente, se presentaba como la única de las rutas. En suma, sus alegorías hacían lo posible por escapar de lo fortuito y parecer necesarias, es decir, simbólicas,4;en su base habí un mandato, un deber ser que, más aún, era el único deber ser considerado como posible. En este momento, con la ruta deshilvanada y con un montón de pasados, de retazos y de historias, estos monumentos -el Washington-Zeus, el Bolívar a caballo, sus trajes, sus posiciones, sus pedestales enormes- no pueden dejar de resultarnos levemente risibles; su constante esfuerzo por hacer de piedra una apariencia, por hacer imperecedera la invención de una historia que se diera como Historia, es casi ridículo ante nuestros ojos.

Miguel Ángel Rojas, ubicado al otro extremo de esa historia, establece su David sobre una coincidencia sin el menor de los problemas, y sin el menor de los temores a resultar simple: resultar ridículo ya es mucho menos ridículo que cualquier intento por parecer solemne. Ahora, las 12 fotografías que construye y dispone sobre ese terreno en ruinas de un Hilton abandonado son, paradójicamente, solemnes. En efecto: uno se eriza cada vez que pasa los ojos sobre ellas. Vuelvo sobre la alegoría. Arriba afirmé que la primera relación entre los dos David es el nombre de los autores; bien, la segunda radica en la posición del personaje. Gracias a la posición uno identifica el referente, y una vez lo identifica procede a advertir las diferencias, en este caso, los elementos que faltan: la honda, la piedra y la pierna. La pierna izquierda. Mientras el David de Miguel Ángel Buonarroti tiene el cuerpo completo y los elementos de batalla en la mano, el David de Rojas está sin armas y sin pierna. Está, si se quiere, en un momento que no es el Momento/Monumento, sino que por el contrario se encuentra en un instante que no hace parte de ninguna Historia, y que no se proyecta como Victoria.

Este antagonismo marca una tensión: este David evoca al David y, a la vez que lo evoca, lo quiebra pues se erige como una completa contradicción de aquello a lo que refiere. La escultura de Buonarroti se da como la cumbre de una historia llevada a cabo por  un héroe: David, un muchacho, le ganó a Goliat y con su triunfo salvó a todo su pueblo. Por su parte, la obra de Rojas está en los extramuros de cualquier historia; no se da como la encarnación de una línea capaz de conseguir el triunfo y, con el triunfo, un sentido, un ‘hacia dónde’. Por el contrario, se dispone como un anti-tiempo: toma la apariencia del héroe que se encuentra en la cumbre de esa narrativa para poner en su lugar a un muchacho que no tiene cumbre, que no tiene historia, que no tiene arma, que no tiene pierna. No se abre, entonces, como la posibilidad de futuro, tal como solía imponerse la escultura monumental sino, justamente, como el anuncio de la imposibilidad de un mañana.

Rojas, además, particulariza el David, lo convierte en José Alejandro. Y entonces otro nombre aparece en la red de tensiones de la obra que invierte el juego anterior, pues de Miguel Ángel:Miguel Ángel pasamos a David:José Alejandro. Poner el nombre de José Alejandro en la ficha técnica no es, bajo ninguna circunstancia, gratuito; es un motor encargado de quebrar la apariencia del modelo ideal es la escultura que, ahora, es un modelo que es un muchacho determinado, un hombre con un pasado específico.

Y es a través de esta estrategia que se consigue el objeto de la obra: la particularización  del monumento. Yes que el monumento siempre quiso ser general, siempre quiso narrar la historia de todos a través de una persona constituida como personaje, como héroe. Es por eso que sus héroes siempre siguen una posición dada, es por eso que todos terminan pareciéndose y es por eso que siempre tenemos que ir a la placa, en mármol o en bronce y dispuesta sobre su pedestal, para confirmar su referente: éste es San Martín, éste es Bolívar. Aquí no voy a la placa; voy a la ficha técnica y su texto se encarga, tal como sucede con el monumento, de completar la obra, pero invirtiéndolo. Pues la persona que aparece, José Alejandro, es un perfecto desconocido y, sin embargo, es alguien específico. Poner el nombre especifica la pieza: de una parte, la aleja por completo de la posibilidad de resultar en un ‘homenaje al soldado herido en combate’; de otra, este nombre convierte la obra en simple y sencillamente una serie de doce fotografías de José Alejandro, un muchacho al que le falta una pierna a causa de una historia que no tiene el más mínimo de los sentidos.Miguel Ángel Rojas construye así la imagen de la guerra actual. Hija del siglo XX, la guerra de nuestros días –en Colombia, en Oriente Medio–, tiene como única tarea el darle valor a una determinada mercancía – la droga, el petróleo. José Alejandro se presenta entonces bajo la apariencia de lo épico, con la belleza de lo épico, para quebrar lo épico precisamente, para hacer polvo el monumento que daba sentido a un devenir histórico basado en una guerra. Se trata de quebrar una historia que no se da como Historia pero que tampoco se da como experiencia. La afirmación de Benjamin reaparece aquí intacta, no ha variado:

Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable. Y lo que diez años después se derramó en la avalancha de libros sobre la guerra era todo menos experiencia que mana de boca a oído. No, raro no era. Porque jamás ha habido experiencias tan desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la  inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano.5

No hay nada que decir, no hay nada que contar. Las fotos de Miguel Ángel Rojas están lejos de crear, de referir cualquier leyenda. El monumento se empeñaba y disponía todas sus herramientas para narrar una historia -inventada, manipulada, absurda, pero historia-, de ahí la proliferación de sus elementos, la proliferación de unos signos que hoy no encuentran ningún referente, que continúan allí en nuestros centros urbanos pero sin diana y sin memoria. Pasamos frente a ellos sin mirarlos y cuando los miramos sólo conseguimos darnos cuenta de nuestra propia amnesia. Ahora bien, este nuevo David no refiere, no da ‘cuenta de’, y entonces se erige como anti-monumento: no tiene absolutamente nada que contar, no tiene ni siquiera el sueño de inventar un pasado, de organizar hacia el futuro aquello que ha acontecido, y es por esto que sólo le queda la posibilidad de proponerse como registro. David de Miguel Ángel Rojas no es nada más que una serie de registros: unos registrosos, no un único registro, no una única fotografía.El hecho de no ser único es otra clave en la maraña de claves, en la maraña de referencias sin destino. Bien podría ser una única fotografía de cinco metros de alto ytomar así la altura de su referente, pero la instalación consiste en doce fotografías de tamaño natural: la imagen de José Alejandro está a una escala 1:1. El David de Miguel Ángel Rojas se remite a una escultura que, tallada en mármol, es esencialmente única, pero su modo de hacerlo contradice esta unicidad por todos los flancos dado que se propone en múltiples versiones.

Aquí la fotografía, el registro, toma el lugar del monumento: si el monumento consistía en hacer permanentemente presente un momento del pasado para asignarle a ese presente un futuro tangible y preestablecido, la fotografía hace y muestra como permanentemente pasado un instante acontecido. No hay  rastro de futuro. Haber levantado este David como fotografía y no como sólido vuelve a darse como una contradicción en los términos: un David registro, un David sin peso, un David que sólo aparece como múltiples instantes de un pasado irreversible pero sin diana. Un David sin honda y sin piedra para ser tirada, porque lo que falta aquí es el destino de esa piedra.Y un David ubicado sobre ruinas, las ruinas del antiguo hotel Hilton. La primera muestra de este trabajo, llevada a cabo por Al Cuadrado –galería cuya propuesta consiste en no tener espacio y así disponer sus exposiciones en lugares escogidos y transitorios–, fue un montaje que logró un encuentro por lo general difícil entre la obra y el lugar donde ésta se expone. Aquí, obra y lugar consiguieron establecer un contacto, pues una ruina era dispuesta sobre otra ruina. El juego con el tiempo de este David que se presenta como apariencia de un monumento encargado de contradecir justamente el tiempo propio del monumento, se daba la mano con el lugar de la muestra: un sitio que tenía una historia, un pasado, del cual sólo quedaban vestigios.

Volver en este momento a ese espacio restaurado, modificado, nuevo, convertido en sucursal de la cadena de supermercados Éxito, parece hacer parte de la obra. Parece cerrar la obra. Ahora bien: si es así, es porque lo hace por el camino de lo fortuito y no de lo necesario. Por el camino de la coincidencia y no del destino. Entro al almacén Éxito y entro al futuro acuñado en nuestros días donde los modelos de las mercancías parecen ser lo único que se transforma, lo único que va hacia alguna parte. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el futuro? Los carros del 2010 ya están en el 2009.  Antes tuvimos que levantar toda la apariencia de un pasado pues estábamos cargados de n futuro y de un proyecto; ahora tenemos que erguir toda la apariencia de futuro, pues estamos completamente desprovistos de un proyecto: una apariencia del futuro construida a través de la alegoría propia de la mercancía, no la del monumento. Sin embargo y en cualquier caso, monumento y mercancía son igualmente alegóricos en tanto que fingen ser algo que no son: la mercancía en su constante lucha por parecer nueva, los monumentos en su constante lucha por parecer antiguos. La caja de detergente siempre intentando ser algo acabadito de inventar, el Bolívar intentando ser Marco Aurelio, el Washington intentando ser Zeus, y yo intentando seguir hacia adelante, aunque bien sé -como la columna de Escallón, como el David de Rojas- que no voy hacia ninguna parte. Y entonces salgo de ese Éxito, con todo lo que he comprado, y me voy por el Parque Nacional hasta la Javeriana. De allí subo a la carrera quinta y  llego a mi casa -o a la que era mi casa porque, total, ya no vivo en Colombia- y, una vez allí, me voy a la ventana en donde me quedo mis buenos cinco minutos mirando hacia ninguna parte.

 

 

 


[1] Ver: http://www.scielo.org.co/pdf/anpol/v20n60/v20n60a04.pdf  Última consulta: 19 de abril de 2009.

[2] Robert Smithson, Um passeio pelos monumentos de Passaic, em Espaço & Debates, São Paulo, 2003. Traducción Agnaldo Farias.

[3] Idem.

[4] A propósito, vale la pena  recordar que “mientras el símbolo atrae hacia sí al hombre, lo alegórico, irrumpiendo desde las profundidades del ser, intercepta la intención de su camino descendente y lo golpea en el rostro”. Walter Benjamin, El origen del drama barroco alemán, Taurus, Madrid, 1990, p. 177.

[5] Ver: Walter Benjamin, Experiencia y pobreza, en: http://www.archivochile.com/Ideas_Autores/benjaminw/esc_frank_benjam0005.pdf

Última consulta: 19 de abril de 2009.