Los artistas viajeros del siglo XXI, el paisaje y algo más

Álvaro Medina

Los artistas viajeros del siglo XXI, el paisaje y algo más

Álvaro Medina

Ensayo largo

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Como la rosa de la Stein, un paisaje es un paisaje es un paisaje. Si considera- mos el asunto a la luz de lo que ocurre hoy y lo asociamos al acto de viajar, comprobaremos que el viaje no siempre está ligado al esfuerzo de fatigar ca- minos y traspasar fronteras. Los viajes pueden ser mentales, no raras veces inducidos por una substancia sicotrópica. También pueden ser virtuales, para lo que basta encender el computador y cliquear el logo azul y blanco de Google Earth.

Para entrar en materia y desarrollar el asunto central de estas páginas, dedicadas a seis artistas contemporáneos de Colombia, resulta necesario y oportuno tratar a vuelo de pájaro —esa otra gran forma de viaje— el tema del viajero y el paisaje americano tal como se manifestó en el siglo XIX. Pense- mos en artistas viajeros como Jean Baptiste Debret, Jean Baptiste Louis Gros, Ferdinand Bellerman, Frederick Catherwood, Edward Mark, Frederic Church y tantos otros que visitaron nuestras naciones cuando estábamos recién naci- dos tras la Independencia, dejándonos imágenes que de no ser por ellos esta- rían ausentes en los repertorios de nuestros imaginarios colectivos.

A estos pintores extranjeros los atrajo el gusto por lo desconocido. América era un rincón salvaje que valía la pena revelar vadeando ríos desmesurados, bordeando precipicios profundos y atravesando desiertos ardientes o llanuras infinitas, pi- sando garrapatas, padeciendo el cosquilleo engañoso de las niguas y aguantando picaduras de mosquitos que eventualmente podían transmitir el dengue o la ma- laria. No importaba. La obsesión por lo nuevo guiaba los pasos del artista en su aventura y lo alentaba a seguir siempre hacia adelante. Lo nuevo era el motor de un peregrinar en busca de mundos jamás imaginados. No era otro el norte y por eso estos artistas se dirigieron al sur.

Pero lo nuevo en la obra el inglés Edward Mark fue distinto de lo nuevo en la del norteamericano Frederic Church, para no considerar sino dos de los ejemplos men- cionados antes. Ambos entraron a la América del Sur por la costa norte de Colombia, pero mientras el primero se interesó en el bullir de los pueblos y las pequeñas ciuda- des de entonces, el segundo lo ignoró deliberadamente. Mark y Church estuvieron en Santa Marta y pasaron por Barranquilla, villorrio situado cerca de la desemboca- dura del río Magdalena desde el que navegaron aguas arriba en busca de los Andes.

Edward Mark pintó a la acuarela la plaza polvorienta y aldeana de Barranqui- lla, un conglomerado sin abolengo por carecer de fundador conocido, mientras que Frederic Church remontó la Sierra Nevada de Santa Marta atraído, sin duda, por el hecho de ser la más alta cumbre de la vasta cuenca del mar Caribe. Mark procuró captar los tipos humanos, las vestimentas, los gestos, los accidentes to- pográficos y los rincones urbanos o rurales que halló en su recorrido. Lo que su mirada escrutadora iba descubriendo, una vez valorado, merecía la laboriosidad de sus pinceles. Como el realista decimonónico que era, el inglés procuraba pintar lo que veía, tal como lo captaba su retina. El norteamericano Church, en cambio, pintaba lo que su imaginación construía. No confiaba en los ojos. Entre la infor- mación derivada del acto de mirar y la información elaborada a través del saber, Church prefería esta última, rasgo que lo acerca a las prácticas artísticas de hoy.

Cada cual puede escoger, en el caso de Church, su obra favorita. Algunos prefe- rirán el pincel sintético que empleó al plasmar las cataratas del Niágara, otros la luz blanca que envuelve al velero que navega en el Ártico frente a un iceberg gigantesco. Sin embargo es más actual su famosa vista del Chimborzo y es necesario explicar por qué. Este paisaje no es una vista panorámica determinada por un único ángulo de visión, sino una construcción mental hecha con trozos de paisaje que, además de distintos, estaban separados por kilómetros de distancia y miles de metros de altura.

Church llegó al corazón de los Andes ecuatorianos luego de atravesar el ac- tual territorio de Colombia, bajó al piedemonte y pasó por Quito para ir a conocer las cumbres nevadas de sus alrededores. En el curso de su largo recorrido realizó apuntes parciales de lo que iba encontrando para luego ensamblar las partes en su taller de Norteamérica, lejos de la mitad del mundo. El resultado es un con- junto magistral que muestra, en pleno trópico, los pisos térmicos que hay desde la selva húmeda y caliente hasta la nieve perpetua. El de Church fue un ejercicio intelectual y al mismo tiempo sensual. Con los procedimientos analíticos propios del científico produjo una gran obra de arte. La calidad visual del cuadro que le inspiró el Chimborazo engolosina la mirada y maravilla el entendimiento; hay aquí un equilibro conceptual.


ii

El artista viajero de hoy no enfrenta, como el de hace siglo y medio, peligros ex- tremos y potencialmente mortales. Transportarnos, para nosotros, es una cuestión de motores movidos con combustibles de alto octanaje que hacen deslizar, rodar o volar una cabina de pasajeros en la que, sentados cómodamente, podemos escribir, leer, comer, dormir y hasta ver una mala película. A lomo de caballo o a lomo de hombre, andando por trochas y caminos difíciles, Church no podía escribir, ni leer, ni dormir, mucho menos dibujar. La consideración viene a cuento para plantear que viajar se ha vuelto tan rutinario, fácil y costoso, que para viajar ya no hay que viajar.
La tesis de estas páginas es que el artista viajero de hoy resulta ser aquel que sabe mirar a su alrededor y sabe usar su saber. Para ser un artista viajero no hay que ir a pintar la fachada de Notre Dame de París, ni los palacetes que bordean los canales de Venecia, ni las callejuelas estrechas bordeadas de edificaciones blancas de una ciudad marroquí. Si el artista viajero es el que revela lo nuevo y distinto de un entorno determinado, independientemente del siglo y del lugar del mun- do que se visite, viajeros son Juan Manuel Echavarría (nacido en 1947), Rafael Gómezbarros (1972), Jaime Tarazona (1973), Pablo Adarme (1976), Mateo López (1978) y Máximo Flórez (1979), artistas que escudriñan el hábitat imbuidos de una actitud anímica, conceptual o ideológica que se considerará a continuación.
Comencemos por decir que son seis miradas distintas que, precisamente por ser distintas, ofrecen la posibilidad de ser estudiadas para elaborar o inventar muchas otras miradas. Es justamente ésto lo que incita a analizarlas. Cuán lejos estamos de los impresionistas franceses y, a la larga, cuán cerca también. Ninguno de los cinco pinta, así que si se menciona a los impresionistas franceses es porque ellos supieron, dentro del concepto común que manejaron, ser distintos de sus prede- cesores, cada uno de ellos con su estilo propio. Recordemos que la palabra estilo se usaba entonces para indicar que una obra tenía fuerza y personalidad. Hablar de estilo, hoy, no tiene ninguna relevancia. La relevancia la da el concepto y es el concepto el que une a los seis colombianos mencionados .
Los seis, en efecto, tienen su particular manera de explorar el entorno. Y su manera de comunicar lo que cada uno piensa de ese entorno. La clave está en el pensar. Pensar es una actividad dinámica en la medida en que modifica, agrega o sustrae determinadas nociones. La emoción sucumbe ante la noción que define el eje de la acción a cumplir, pero no desaparece por completo. Usted ve algo y piensa algo de eso que está viendo para poder proceder en consecuencia. En los seis artistas colombianos de este ensayo descubrimos que lo primordial es lo que piensan, razón por la cual no pueden ocultar sus opiniones al asumir o intervenir lo que ven. Por eso se mencionó antes que en ellos había una actitud anímica, conceptual e ideológica que es preciso analizar. Para comprenderlos basta ver las imágenes que han elaborado. Las imágenes, sí, porque hay imágenes. Imágenes que por el hecho de estar bien estructuradas son fuertes e ineludibles.

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Comencemos con Pablo Adarme. Su mundo es el de la repostería. ¿Tiene sentido que así sea? ¿Se trata acaso de una salida más o menos original y más o menos inte- ligente, pero sin ninguna relevancia? La superficialidad mata indefectiblemente las obras basadas en la simple ocurrencia, por lo que habría que ver si Adarme es un artista de ocurrencias y no de trascendencia. Para poder definirlo se debe precisar que Adarme fue invitado en 2001 a participar en la Bienal de Venecia, realizada en Bogotá en el barrio del mismo nombre, que ese año tenía por tema Arte y gastronomía. La Bienal ha procurado siempre que los artistas conciban obras especialmente para el evento y que éstas estén ligadas, de algún modo, a las rea- lidades que experimenta la comunidad. Acatando la modalidad de participación, el artista recorrió el barrio, tomó fotografías de su arquitectura más característica y, con el ánimo de representarla, realizó maquetas con los materiales y las técnicas del repostero. El resultado obtenido es similar al de los modelos que con la apa- riencia de pasteles se exhiben al público en las pastelerías. Adarme las tituló Exteriores domésticos.

Pablo Adarme 2001. Imagen tomada de: comidaparaler. wordpress. com/2010/05/08/ de-pablo-adarme- bogota-colombia/

 

En los años sesenta, como productos característicos de un país avanzado tec- nológicamente, los minimalistas norteamericanos enviaban sus planos y bocetos a talleres industriales, en los que delegaban la tarea de materializar las obras. En el atraso que secularmente hemos padecido, es irónico y sabio que Adarme haya recurrido, en abierto contraste, a apropiarse del oficio ancestral y manual del pas- telero, oficio que tiene sus propias técnicas y estéticas, tal y como el óleo también tiene sus técnicas y estéticas, no menos ancestrales. Menciono el óleo porque las maquetas de Adarme, como las de los pasteleros profesionales, presentan valores táctiles que no son iguales pero sí parecidos a los de este pigmento aglutinado con aceite. Un buen pintor no está lejos de un buen pastelero, sobre todo cuando hablamos de cocina pictórica. Debemos admitir entonces que hay algo, en lo que respecta al oficio, que hermana las dos actividades. Aunque Adarme es un creador de objetos, debemos admitir que sus superficies también son pictóricas.

Pero ojo, aunque parezcan terminados con crema y azúcar batida, los Exte- riores domésticos no están destinados a los placeres que da el paladar. Su destino apunta en primer lugar a los ojos y en segundo lugar al intelecto. Se trata de fal- sos pasteles que tienen por objeto poner a funcionar las glándulas masticatorias y despertar la gula. Si las papilas se activan, nuestra reacción es la que Adarme ha querido despertar en nosotros. Se trata de una experiencia sensual matizada por su dimensión conceptual, ya que la idea prima sobre las demás consideraciones sin llegar por ello a negarlas o menoscabarlas.
Obsérvese que el artista trabaja como un naturalista, reproduciendo lo que el ojo ve. Sólo que no usa óleo, pinceles y lienzo, sino bizcocho adornado con cremas al gusto, mas no al gusto en lo que respecta al sabor, sino al gusto en lo que respec- ta al color. Es el color el que le da su sentido a los elementos del paisaje urbano que han atraído la mirada de Adarme. Porque estamos, en verdad, ante un paisajista urbano de mirada aguda y humor rampante. Pocas veces se juntan el paisaje y el humor. El de Adarme es un humor glotón que exalta y al mismo tiempo ironiza ciertas particularidades de la arquitectura popular.
No perdamos de vista que el artista viaja por su ciudad, que en este caso es Bogotá, en busca del detalle que cautiva. Hay barrios que están hechos de casas que si bien son convencionales y modestas por dentro, por fuera intentan hacer gala de imaginación y riqueza. La imaginación se manifiesta en arreglos decorati- vos fastuosos y al mismo tiempo precisos. Rombos, cuadrados, triángulos y círcu- los, cuando no arpas, valvas y otros motivos figurativos, aparecen en cenefas y re- lieves destinados a realzar fachadas, puertas, ventanas y verjas. La ornamentación es un festín en la imaginación del arquitecto popular, en general un albañil o un maestro de obra que enriquece su decoración con colores llamativos, carnavales- cos a veces, yuxtapuestos plano por plano con un desenfado sin límites.

Si uno de los fundamentos del arte es la libertad, el del arquitecto popular es un ejemplo a respetar. No importa que la edificación, finalmente, parezca un pas- tel con arrestos de hojaldre y mermelada. Ésto es lo que piensa o debe pensar, en el fondo, Pablo Adarme. Cuando capta con técnica de repostería ciertos aspectos del paisaje bogotano, el artista trabaja como pintor, como escultor y como fabrican- te de objetos. Si el arquitecto profesional construye sus maquetas para visualizar mejor su proyecto de intervención en el espacio, Adarme convierte la maqueta en una torta incitante para dejar un testimonio de cómo el paisaje urbano se ha ido modelando en los barrios humildes. Su actitud es la de un paisajista viajero tradicional; su técnica y sus conceptos son, en cambio, actuales. Recorrer Bogotá, para él, es relamerse pensando en lo que va a descubrir al voltear una esquina. Sobre todo porque en la Bienal de Venecia de 2001 expuso la serie de los Exteriores domésticos en la pastelería del barrio, generando la dinámica que incitó a los ve- cinos a encargar tortas que representaran sus propias casas de habitación con el propósito, como es lógico, de degustarlas en la mesa. Lo anterior quiere decir que Pablo Adarme le ha devuelto al acervo visual popular, enriquecido con su óptica de artista viajero contemporáneo, aquello que tomó de ese acervo.


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Mateo López se comporta como el viajero tradicional, es decir que toma camino y se desplaza con el propósito de ollar otras tierras. ¿Va López en busca de lo des- conocido como Mark y como Church? Ya lo veremos. Para preparar la exposición que hizo en Bogotá en 2008 le tocó recorrer, en motocicleta, un circuito triangular que desde Bogotá lo llevó a Cali, al puerto de Buenaventura y a Medellín para vol- ver desde allí al punto de partida. Viajó 2.153 kilómetros a 60 kilómetros por hora con su taller portátil. El medio de locomoción utilizado le permitía detenerse con facilidad en los lugares que llamaban su atención, apartarse de la ruta y realizar decenas de apuntes. En el recorrido bajó una cordillera, subió otra y descendió por ésta para poder remontar la tercera cordillera y llegar al mar. Entre las tres codilleras halló el río Magdalena y luego el río Cauca, o sea que se columpió ba- jando de la zona fría a la zona tórrida y, subió de ésta a la zona templada para ir a respirar el aire helado del páramo. Lo hizo pasando por ciudades y pueblos, en algunos de los cuales pernoctó. Lo que le interesó quedó registrado en su bitácora, una combinación de fotografías, textos y dibujos, algunos de ellos destinados a ser reelaborados con toda calma en su taller. Así pues, podemos afirmar que Mateo López ha trabajado como nuestro admirado Frederic Church.

Sólo que no fue la belleza o la rareza del accidente topográfico que se ofrecía a sus ojos, ni el sobrecogimiento que se puede experimentar frente al hondo miste- rio de un rincón selvático, el tipo de elemento o factor que inspiró el quehacer de López. Fue lo nimio, intrascendente o efímero lo que ganó importancia y alcanzó verdadera trascendencia a través de una poética bien elaborada y bien manejada. Hablamos de una poética con un pie en la taxonomía y otro en la representación de una mirada aguda y puntual, tan aguda y puntual que logra hermanar, en su rigor taxonómico, el cuaderno de bitácora y el diario de a bordo.
La obsesión taxonómica, clave a la hora de registrar las vivencias de la ruta, co- menzó con los dibujos de la Vespa que el artista condujo a lo largo del viaje. Foto- grafías y dibujos nos muestran la moto en las diversas localidades recorridas, como diciendo “por aquí pasé yo”. La objetivación del medio de transporte alcanzó su cumbre con los 61 dibujos de sus piezas mecánicas, desplegadas en conjuntos que recuerdan las páginas de un manual de ingeniería. López predeterminó así la base de su territorio poético, que podemos asociar al acto de mirarnos los pies con un te- lescopio. En efecto, como lo revela el autorretrato en el que el artista fija la vista en el suelo y no en el horizonte, su mirada estuvo dirigida casi siempre a lo cercano y no a lo lejano. De masa grande o pequeña, lo nimio descuella ampliamente, apabullan- do lo excepcional o grandioso. Por eso dibujó con calidad de mapa impreso la ruta seguida y trazó el corte de la carretera transitada indicando las cotas de altura. El mapa y el perfil remiten al mundo exterior. En el polo opuesto, al exhibir la obra, no olvidó mostrarle al público sus instrumentos de trabajo: cámara fotográfica, lápices, libretas, reglas, escuadras, rollos de cinta pegante, borradores e incluso los desperdi- cios de los materiales utilizados en el proceso de ejecución de la obra.

Mateo López, Topografía anecdótica, 2008

La obsesión taxonómica de Mateo López está respaldada por un virtuosismo técnico que le permite reproducir lo que ve con asombrosa exactitud. Porque prácticamente todo lo que atraía su mirada entró en el inventario de los lugares y objetos que conforman la materia emocional de este trabajo. La materia emocio- nal es el punto en el que modelo, tema y poética se convierten en un nodo, con- fundiéndose. Visto ahora de otra manera, es por eso que el virtuosismo de López puede expresarse en taxonomías de precisión exquisita que no se confunden con el naturalismo. Para entender la trascendencia de su enfoque, es necesario señalar que no raras veces asume sus modelos de modo sintético, yendo al grano siempre sin traicionar lo fundamental del realismo que lo apasiona.
El artista ve las montañas y las representa, ve un pastizal y lo representa, pero no del modo tradicional sino con el bisturí que corta el papel para luego plegar los cortes y revelar el modelo (léase el paisaje) en sus tres dimensiones. Mateo López estudió arquitectura, de modo que aprendió a trazar planos y construir maque- tas. Luego estudió artes, así que complementó sus estudios anteriores para poder hacer lo otro. La confluencia de las dos disciplinas le enseñó a ser un trabajador manual capaz de imitar cualquier cosa. Si en determinado momento la cámara fo- tográfica que llevaba terciada al pecho acaparó la atención de su mirada telescópi- ca, resulta lógico que haya decidido representarla en todos sus detalles cortando, doblando, plegando y pegando un cartón que pintó y armó para poder incorporar la réplica de su Dirkon al inventario de objetos asociados al viaje del artista.

En breve, ya que la muestra de 2008 en Casas Riegner desplegó un total de 76 objetos, entendamos que la modalidad de representación que el artista maneja está dirigida, en partes iguales, por la conciencia y por el ojo. López ve unos pájaros po- sados en cables eléctricos y los dibuja con tinta, ve la señal que dice “barrio obrero” y corta la plantilla que la reproduce con asombrosa exactitud. Se come un helado de chocolate para paliar el calor y representa el refrescante manjar combinando ma- dera, cemento y esmalte. Descubre en la vidriera de una tienda una serie de globos terráqueos y el viajero en tránsito dibuja los continentes sobre la superficie de una bombilla eléctrica para parodiar lo que ha visto. Encuentra en la calle un pedazo de chicle y lo inmortaliza (no es otra la palabra) con un amorfo pedazo de plastilina en la punta de una espátula de cartón que exhibe como el vestigio rescatado de un andén por Sherlock Holmes. Se come unas sardinas y es capaz de representar en sus tres dimensiones, con papel, tinta y pegante, la reluciente caja metálica que las preservaba al vacío. Se maravilla con el vaso de agua en el que ha metido un lápiz, al que la refracción lumínica le da la apariencia de estar dislocado, y entonces parte el lápiz, lo vuelve a pegar sin que el eje de la mina coincida, lo desliza en el vaso vacío y nos transmite para siempre el deslumbramiento de un instante. Saca un pañuelo a rayas para secar el sudor y su ágil mano confecciona, pero sobre papel y a escala natural, la réplica del pañuelo que tenía en el bolsillo. Llega a la playa, contempla el mar y deja el registro en una libreta de páginas y páginas cubiertas de tinta azul de borde a borde, sugiriendo el atlas de la inmensidad oceánica, atlas que enriquece y vuelve sensible con las variantes tonales que los trazos dejan al secar.
Una obra taxonómica como ésta, acertadamente titulada Topografía anec- dótica, sólo es abarcable por el comentarista si su texto sugiere el inventario. El párrafo anterior puede resultar fatigante por cuanto es una enumeración fría y vanamente descriptiva, pero sobre todo porque no alcanza a traslucir en su pleni- tud el humor que respira la obra. A ese humor no es ajena la escogencia de todos y cada uno de los motivos considerados, ni la importancia que éstos adquieren en su nimiedad gracias al dibujo o al corte virtuoso. Según lo que mejor le convenga, López va del trompe-l’oeil a la sugerencia sintética. Incluso parodia, con su trazo magistral, los sistemas de reproducción gráfica mecanizada del sector industrial. En este sentido, cuando corta en el papel un pastizal, los cortes son tan precisos que parecen hechos con troquel. El modelo, el tema y la poética tienen un aliado en los materiales y los instrumentos utilizados, lo que hace consciente al especta- dor del modo en el que ha sido elaborada o construida cada imagen. Si los concep- tualistas se dedicaron a resaltar la idea, Mateo López se ha dedicado a resaltar el oficio manual inherente a la obra de arte.

Su actitud es pertinente en la medida en que le devuelve al arte, sin ignorar que el concepto es la estructura que sostiene la propuesta, la sensualidad perdida desde Cézanne y la aparición del puntillismo a fines del siglo XIX. Porque en últi- mas el esfuerzo del joven artista viajero adquiere sentido cuando junta las trascen- dentales nimiedades de Topografía anecdótica y las coloca, en ordenado desorden, sobre la mesa que resume la memoria de lo sucedido en la aventura que lo llevó a Cali, Buenaventura y Medellín para volver a Bogotá.
Hace cinco siglos, cuando Colón abrió la era de los grandes navegantes alre- dedor del mundo, los exploradores solían volver a casa cargados de objetos exóti- cos que presentaban como pruebas de lo que la ruta les había deparado. Hijo de la revolución industrial, el turista de hoy retorna con las fotos de su recorrido. Mateo López terminó su circuito en moto con la maleta cargada de sugerencias, listo a empuñar sus instrumentos para volcar lo que vio en papeles, cartulinas y cartones tratados con una sorprendente variedad de técnicas. Lo guió siempre el propósito de dar cuenta de lo que ocurría dentro de él y no por fuera de él. Porque finalmente, considerados los detalles de Topografía anecdótica, la obra revela poco de los sitios visitados y mucho de los pequeños incidentes que conmovieron al viajero. Pero admitamos una cosa, ¿qué podía revelar de nuevo si gracias a la te- levisión y a la internet ya conocemos todo o casi todo de los lugares que salió a recorrer, incluso si jamás hemos estado allí? La clave del viajero de hoy no está en el suvenir que cumplido su periplo trae de regalo, sino en la vivencia que kiló- metro a kilómetro enriqueció su alma. Es precisamente esto lo que Mateo López ha querido revelarnos con humor y con maestría con la serie que completó, como Church, al volver de su viaje.


v

Las propuestas de Juan Manuel Echavarría, Rafael Gómezbarros y Jaime Tarazona se hermanan en tanto quelos tres se desplazan y escogen sitios que trabajan para materializar un comentario en el que el sarcasmo es el elemento fundamental de la operación. En Colombia la situación política y la de orden público no incitan a la satisfacción ni a la sonrisa. La incertidumbre acosa. El pesimismo ronda las concien- cias porque más allá del pesimismo reina el pesimismo mismo. También reina más acá. Sin embargo, para suerte de nuestra salud mental, la ironía estabiliza y salva.
Ahora bien, el paisaje contemporáneo no es el idílico que pintara el holandés Ruysdale en el siglo XVII. En la ciudad y el campo, con excepción de los sitios verdaderamente apartados, el espacio está plagado de avisos comerciales. El gran aviso de gran diseño de la gran marca se combina en carreteras y pueblos con el aviso improvisado y primitivo del artesano local, del tendero local o del cocinero local. Esos letreros hacen parte del paisaje como el árbol, la cadena de montañas, el valle y el rancho que vemos fugazmente por la ventanilla del vehículo en que nos movemos. Si el paisajista tradicional se fijaba en el panorama que la naturale- za le ofrecía, Jaime Tarazona se fija en los avisos comerciales que marcan, alteran y afectan los corredores viales que solemos transitar.
¿Por qué preferir el árbol florecido con sus luces y sus sombras en lugar de la señal que se alza al borde de la carretera o de la calle invitándonos a comer un
plato típico, a tomar una bebida refrescante o a saborear una fruta deliciosa? Las dos opciones son válidas. Un paisaje, en últimas, es el espacio abierto que el artista escoge representar, y Tarazona ha hecho sus escogencias personales. Al preferir los avisos, no los representa, ¡los copia! Copia textos que tienen la particularidad de ser ingenuos. A la par de la ingenuidad textual está la ingenuidad caligráfica. Al fijarse en esos textos la mirada de Tarazona debe estar acompañada de una sonrisa parecida a la de Pablo Adarme cuando plasma las casas de repostería que lleva al espacio expositivo. O quizás el autor de estas páginas está imaginando en ellos lo que en verdad ocurre en él, dado que las obras de los dos artistas lo hacen sonreír.
El procedimiento de Tarazona es sumamente simple. Su andar es el del artista viajero tradicional, sólo que lee en vez de mirar y fotografía en lugar de dibujar. Es esto, al menos, lo que deja ver con los avisos comerciales que reproduce y lue- go instala. Idéntico al modelo, el material recogido es reelaborado y llevado a la sala de exposición, transformándose en la obra que el público apreció en 2005 en el Museo de Arte Moderno de Bucaramanga. Dicho ésto, hay que aclarar que el artista no redacta enunciados o propuestas, sino que los recoge y adapta a su ma- nera. Trabaja como si fuera el espejo a la orilla del camino que propusiera, para la literatura, Honoré Balzac. Su abordaje se materializa en anuncios que resultan ser vistosos. “Se vende leche de cabra”, “Hermoso poso de baño”, “Ojo, se recibe ase- rrín”, “Cajas para tomate”, “Guarapo de caña frio. Jugo de uva”, “Se vende leña”, “A 100 Tk5 pescado carnes pollo siga”. Tales son algunas de las señales de Tarazona, en las que la ortografía y la redacción son a veces tan esquivas como concreto y firme resulta ser el servicio o producto que se anuncia.
Fotografiado in situ, el aviso comercial de factura popular revela ingenio. Es el producto de una necesidad, no lo olvidemos. Detrás de su elaboración, como detrás del diseño de la casa confitada de Adarme, hay un artista menor que pien- sa como artista mayor y sabe lo que hace. Conoce de efectos visuales y de resul- tados, de formas y de colores, conocimiento que aplica a fondo y con discerni- miento. Podemos admitir que su discernimiento no es muy abarcador, pero de todos modos es discernimiento. A su turno Tarazona discierne lo discernido por otros y lo copia “tal cual”, en una reproducción facsimilar que él recontextualiza apelando a un juego de combinaciones que desemboca en una totalidad nueva y distinta. El aviso in situ no le basta. Tampoco el facsimilar del aviso a solas. Para lograr la totalidad necesita sumar: a) la fotografía que nos muestra el aviso in situ; b) el aviso a solas; c) el aviso instalado en la galería entre macizos de vegetación artificial; y d) el aviso desplegado de modo irreverente en edificios institucionales de gran jerarquía.
“Ojo venta de carne el primo a 100 mts”, “Sandía fría”, “Café”, “Se vende vino de palma”, nos informa la carretera que el artista evoca en la sala de exhibición. Pero ojo: no se trata de la carretera asfaltada de puentes, bermas y casas humildes en la orilla, sino de aquella que en ciertos lugares invita a consumir el producto de elaboración local. Si la palabra paisaje deriva de país, el que ha atraído la mirada de Tarazona nos remite a las regiones situadas al margen de los flujos económicos internacionales. Son las regiones que un día, bajo el empuje de la era postindus- trial, van a cambiar su apariencia actual, como le sucediera a la nación aldeana que admiramos en las acuarelas de Edward Mark, borrada al irrumpir la moderni- dad industrial del siglo XX.
En el momento en el que la computadora y la impresora parecen haber elimi- nado el aviso hecho con mano inexperta y actitud naif, Tarazona viaja y lo rescata con humor para que la posteridad se divierta con el muro del Capitolio Nacional anunciando que allí se vende cuajada, con el de la Catedral Metropolitana anun- ciando que muy cerca, a 100 metros, tal vez detrás del altar principal, se vende pescado, carne y pollo, y con el de un Palacio de Justicia convertido al parecer en tienda de abono para plantas —vaya usted a saber qué clase de plantas—. Tara- zona propone un intercambio de funciones y servicios para que esos sacrosantos lugares sean mucho más útiles para la sociedad. Al hacerlo proyecta en ellos lo que su conciencia le dicta. Su arte no está lejos del de Goya, Daumier, Heartfield, Grosz y Orozco. El arte destinado a complacer no es de su interés, en lo cual coin- cide muerto de la risa con las vanguardias históricas.


vi

Juan Manuel Echavarría también coincide con las vanguardias históricas en su rechazo de un arte decorativo apoyado en una estética para el regodeo de ceñudos aristócratas. Entenderemos el sentido de su aporte si consideremos antes que los habitantes de las grandes ciudades solemos refugiarnos en los parques urbanos con el propósito de alejarnos del ruido, pasear y solazarnos buenamente. Lo hace- mos solos, con amigos o en familia. Caminamos, nos recostamos bajo un árbol y nos entregamos a nosotros mismos para alejarnos del bullicio cotidiano de la metrópolis megamoderna. Sólo que la historia oficial nos acosa sin piedad. Allí, en el parque, está el mármol que nos recuerda a un fundador; más allá se alza la estatua ecuestre de un prócer secundario; cuando menos lo pensamos se nos aparece la imagen de la Virgen María o la de un santo patrono, si no surge el monumento conmemora- tivo de cierta gesta heroica para concluir, tras bordear un cantero ornado de flores, con el busto de un poeta olvidado. La iconografía de las iniquidades cometidas por el hombre a lo largo de los siglos no aparece nunca en estos recorridos escapistas. Todo es positivo y bueno en parques y plazas. Tal parecería que la maldad no hace parte de la condición humana y que nuestras sociedades son prístinas y ejemplares.

Jaime Tarazona, 2008

De viaje por Bogotá, Echavarría piensa y concluye que la sociedad no es inma- culada ni inocente como sus hitos escultóricos nos inducen a creer. El piso de la historia está tachonado de decisiones y triunfos injustos o, cuando menos, dudo- sos. La ambición nos ha vuelto depredadores de nosotros mismos. El poder, como se ha venido ejerciendo entre nosotros, enceguece sin remedio. Grandes artistas han puesto su talento al servicio de perpetuar, en monumentos de grandes dimen- siones, las gestas de los héroes patrios. Tratándose de héroes, dicho sea en el sentido tradicional del término, los vencidos debieron ser personajes inicuos, atrabiliarios y tiránicos, pero todos sabemos que entre los caídos hay más de un inocente.

¿Qué se puede decir de la acción criminal de los violentos de todos los pelajes? Ahí tenemos para atestiguarlo los infantes abatidos por Herodes, los apóstatas, blasfemos, infieles e impenitentes quemados por la Inquisición, los pogroms de los nazis contra los judíos, los perseguidos políticos exterminados por Stalin y los negros linchados por el Ku Klux Klan. Está también el caso de los desaparecidos de Soacha, al sur de Bogotá, en 2008, o el de los islamistas acusados de terroristas y encarcelados en la base militar que los Estados Unidos han establecido en Guan- tánamo. Estos últimos tienen al menos la suerte de estar vivos (no olvidemos sin embargo que algunos se han suicidado), ya que los muchachos de Soacha fueron abaleados a mansalva por miembros del ejército colombiano y presentados luego como guerrilleros caídos en combate para reclamar condecoraciones y ascensos. Sí, son muchos los que han perecido en las guerras declaradas y no declaradas que han azotado al mundo desde el día en que, según cuenta la tradición judeocristia- na, Caín cometió el primer asesinato de la historia.

La ironía es un recurso expedito para recordar cualquier iniquidad. La ironía permite afirmar algo que, teniendo en cuenta el contexto y el tono, sugiere exacta- mente lo opuesto. Los monumentos públicos están destinados a conmemorar los instantes grandiosos de un pueblo, no importa si heroicos o patéticos. La entereza del mártir de la Patria que el enemigo aniquiló nos merece respeto, un tipo de ve- neración laica que, según nos enseñaron en la escuela primaria, debemos asumir con fervor. ¿Y la entereza de la víctima inocente y anónima que murió por nada, ya que era ajena al conflicto y no quería sino vivir? ¿Y su inconmensurable terror? Sólo la ironía puede dar cuenta de lo que pudo vivir el adulto o el niño atropellado en nombre de una causa equis, no importa lo justa que ésta haya sido.

Juan Manuel Echavarría Monumentos Plaza de Bolívar,2008, Imagen tomada de: jmechavarria.com

Y es con ironía, en efecto, que Echavarría ha recorrido Bogotá y ha escogido ciertos sitios para implantar sus monumentos macabros. No son esculturas que alaguen el ojo. Tampoco objetos escultóricos bonitos. Ni siquiera estructuras ar- quitectónicas más o menos felices. Las soluciones convencionales no le interesan al artista. Por eso son amasijos, simples amasijos. No es otra la palabra que puede describirlos. Son amasijos de partes desmembradas del cuerpo humano, partes (o tal vez trozos, o tal vez presas) cuya identificación es apenas discernible. Super- puestos y entreverados, distinguimos un brazo aquí, un glúteo allá, una cabeza, una pierna, algo que podría ser un torso.

Los espacios escogidos para implantar esos amasijos macabros no son arbi- trarios. En la serie exhibida en 2008 en la Galería Sextante de Bogotá, el artista intervino fotos de cinco sitios importantes de la capital colombiana: la plaza de Bolívar, la plaza de Banderas, el parque Nacional, el parque lineal El Virrey y la plazoleta que bordea el edificio de la plaza de toros de Santamaría. No son esco- gencias libradas al azar, ya que hay una intención simbólica clara y precisa. En el primer caso, el amasijo de Echavarría reemplaza la estatua del Libertador Simón Bolívar, en el segundo la gigantesca asta de bandera situada al centro de un cír- culo de astas de menor tamaño y en el tercero la efigie de Rafael Uribe Uribe, un político colombiano de calado popular que murió asesinado en 1914. En los otros dos casos hay una especie de esguince, oportuno en cuanto evita la repetición de la receta. El parque El Virrey está situado en un barrio de estrato alto, así que es un paseo frecuentado por gentes elegantes y ricas, llamadas “de bien”, cuya tranquili- dad el artista pretende perturbar sin piedad, mientras que el último de los monu- mentos que he mencionado ha sido pensado en contrapunto con la soberbia cons- trucción de ladrillo que se alza detrás, en cuya arena se realizan faenas sangrientas que han consagrado a muy aplaudidos y muy admirados matadores profesionales.

El signo de esta obra de Echavarría es la muerte perpetrada en masacres san- grientas. Dado el giro que él le da al asunto, no se trata de la muerte natural sino
de la muerte determinada por la historia. La persecución y la voluntad de aniqui- lamiento que padecieron las víctimas son rasgos que se hacen patentes en el color entre ceniciento y terroso de los restos magnificados por el artista, que parecen recién exhumados de una fosa común. Luego tenemos la composición cónica, de arrume hecho al desgaire. Sucede que la necesidad práctica de amontonar prima sobre la consideración que merece todo difunto. Agreguemos a esto que es nota- ble, en las imágenes de Echavarría, la impecabilidad de un contorno urbano ab- solutamente nítido que contrasta con el relativo desenfoque de los túmulos mor- tuorios. El contorno edilicio remite al transcurrir de la vida presente y el túmulo hurga en la tragedia derivada de sucesos pretéritos.
El photoshop ha facilitado la tarea de crear estos monumentos virtuales. La ní- tidez resulta ser, en su esplendor, una calidad que el artista parece oponer a la opacidad de un pasado tan poco edificante que nos resulta impreciso y borroso. Al fin y al cabo, la memoria oficial de los pueblos no puede o no quiere admitir su responsabilidad en las tragedias que un día justificó o respaldó con su aplauso.

¿Ha concebido Juan Manuel Echavarría un nuevo tipo de monumento funerario? La respuesta es negativa. Lo que vemos en sus fotos se asemeja a depósitos foren- ses que están a la espera de investigación por parte de un fiscal cojonudo, un fiscal que sepa —como él— viajar por la Nación y su historia.

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La ironía también es la base creativa de Rafael Gómezbarros. Impresas en un libro o en un catálogo, sus imágenes pueden pasar por ser virtuales. Pero no, son reales. Los edificios que vemos han sido intervenidos directamente por el artista, llenan- do sus fachadas y parte del interior con mil trescientas hormigas de un metro de largo cada una, ni una más ni una menos. Su obra sugiere un bullir de hormi- guero que no ocurre en cualquier tipo de edificación, ya que Gómezbarros escoge construcciones emblemáticas y cargadas de historia. Su estrategia recuerda la de Christo, aunque difiere de ésta en más de un aspecto.
Cuando Christo empaca un edificio no cuestiona nada consubstancial al edifi- cio mismo; más bien lo resalta, lo pone en evidencia. En su caso la negación afirma y, en algunas ocasiones, incluso confirma. ¿Llama la atención sobre los problemas ambientales del respectivo lugar? En algunos casos sí. Christo es un optimista y debe alegrarnos que lo sea. Pertenece a un mundo en el que la democracia y la eficiencia ya han resuelto algunos problemas sociales básicos. No es lo que ha al- canzado la Colombia de Gómezbarros, un país que desde hace varias generaciones incita al descreimiento y al peor escepticismo. Por eso, al intervenir los edificios, el artista parece arrojar un enorme interrogante sobre ellos.

A Gómezbarros no le interesa el edificio en sí mismo sino lo que éste simboli- za de acuerdo con la función que le ha sido asignada. ¿Al servicio de qué o de quié- nes operan las actividades que allí se desarrollan? La respuesta puede determinar y ampliar, según los casos, la gama de significados que el artista pretende o puede abarcar con su obra. Pero cualquiera que sea su posición en la gama, el significa- do está ligado a una insatisfacción, o a una decepción colectiva, o a una carencia inaudita. El llamado tercer mundo vive realidades en las que la opulencia y la miseria conviven hombro a hombro, como conviven la autosuficiencia y la orfan- dad social, la alta tecnología y la falta de servicios básicos, la satisfacción plena y la ilusión postergada para siempre, el oro y la inmundicia. Ésa es la materia prima de un artista como Gómezbarros, testigo de un momento histórico en el que la conciencia individual se abre a anhelos que los tiempos que corren se empeñan en no satisfacer con justicia.

Porque es la institución, no el edificio, lo que en el fondo cuenta. Como las instituciones van variando, el proyecto del artista es ambicioso y por lo tanto abarcador. Consiste, como idea general, en instalar sus hormigas gigantescas en edificios importantes de las ciudades que acogen el proyecto, cuatro hasta el año 2011. El cordón umbilical que determina la importancia y la significación de la acción viajera ha tenido, como simbólico punto de partida, a la ciudad de San- ta Marta en Colombia, la fundación española más antigua de América del Sur, de donde es oriundo el artista. Allí instaló, en julio de 2008, sus mil hormigas. El lugar escogido fue la Quinta de San Pedro Alejandrino, donde Simón Bolívar murió en 1830. Originalmente una hacienda, el sitio es hoy un parque muy bello que contiene el museo histórico en honor del Libertador, el Altar de la Patria y el Museo Bolivariano de Arte Contemporáneo. El ambiente es apacible y el conjunto imponente gracias a la vitalidad de sus árboles añosos.

Invitado por el museo de arte a exponer en sus galerías, Gómezbarros escogió montar sus elementos simbólicos en el edificio neoclásico del Altar de la Patria, sitio a reverenciar por representar los valores republicanos y democráticos del fundador de varias naciones. Sólo que el concepto de Altar conmemorativo choca, en su respetable idealismo, con las verdades de una realidad política que debemos irrespetar, rechazar y modificar para que un día se ajuste al ideal traicionado. Se trata de irrespetar, rechazar y modificar con ingenio, por medios pacíficos, porque el desesperado impulso de recurrir a la violencia ya fue puesto en práctica y fraca- só estruendosamente. Las intervenciones de Gómezbarros ponen de presente esta nueva búsqueda, que él propone sea de todos y no de unos pocos, de allí la gran escala de las obras que ejecuta. Esa escala permite que la obra vaya directamente al público, como hace Christo, en lugar de que el público vaya a la obra. El hormi- gueo comienza en el exterior del edificio emblemático escogido, así que se puede apreciar desde la distancia sin tener que penetrar recinto alguno.

Rafael Gómezbarros Quinta de San Pedro Alejandrino, 2008

¿Es Gómezbarros irrespetuoso? No, es indagador. El hormigueo de sus figuras es una invitación a la reflexión racional y no a la depresión emocional. Porque,
¿qué es una hormiga? La definición más elemental nos dice que es un animal la- borioso y en constante búsqueda que sabe vivir en sociedad. En su organización social existe la división del trabajo, o sea una repartición de faenas que cada indi- viduo cumple para su supervivencia personal y la de la especie en general. Las so- ciedades de los himenópteros son solidarias y armónicas. Situado en su puesto de trabajo, cada miembro cumple la tarea que le corresponde. En contrapartida cada cual obtiene a plenitud los beneficios que le corresponden. Las relaciones entre los miembros de una misma colonia transcurren sin fisuras traumáticas, ya que el hormiguero es un súper organismo en el que cada casta equivale a un órgano que, como el corazón, los pulmones, el hígado o los genitales de un mamífero, cumple su función en combinación con las otras castas u órganos. Impera la coordinación y no la segregación. La imagen que Gómezbarros ha creado a partir de un animal sin conflictos traumáticos internos cuestiona la futilidad que desde siempre ha permeado a la sociedad humana, en la que el egocentrismo y el desprecio por el otro es el mayor acicate para construir estructuras estables de poder. A su turno el poder mal orientado y peor entendido es un factor que genera el desequilibrio, la injusticia y, por último, la guerra.

¿Qué sugieren los centenares de hormigas que el artista instala en edificios de gran jerarquía? En primer lugar, las hormigas buscan. ¿Y qué buscan? Tratándose de una creación metafórica, Gómezbarros da la señal de que el lugar intervenido contiene una materia prima apetecible que bien vale la pena desmenuzar y llevar al hormiguero en pequeños trozos. Se trata de materia prima institucional, materia prima inherente a los organismos reguladores que el ser humano ha constituido para velar por las normas que le permiten vivir en comunidad. En un mundo plagado de conflictos, ¿lo hemos logrado plenamente? Gómezbarros sugiere en su obra que la humanidad tiene la capacidad de crear con su inteligencia los dechados de armonía que la hormiga, un animal desposeído de inteligen- cia, ha construido por instinto y ha podido preservar durante millones de años. Agreguémosle a ésto un dato importante: la masa biótica de los himenópteros equivale a la masa biótica que hoy en día tenemos los humanos, de lo que se deducee que su grado de organización ha sido altamente eficiente. Conclusión: la inteligencia humana, con sus imperfecciones, no se queda atrás, pero debe evolucionar y mejorar sin egoísmos.

El asunto no termina allí. La elaboración de cada hormiga se logra ensamblan- do dos cráneos humanos hechos de resina y fibra de vidrio, detalle que sólo puede descubrir una mirada juiciosa y atenta. Desde el Gran vidrio de Marcel Duchamp, el arte es un nudo de significados y significantes no evidentes. Se sugieren conte- nidos que no se manifiestan o dicen de pe a pa, que no se enuncian explícitamen- te. Si en una primera aproximación la presencia de la hormiga puede ser interpre- tada como constructiva, ¿por qué es al mismo tiempo un símbolo de la muerte que avanza y destruye? Precisemos ahora que la gigantesca y portentosa instala- ción de Gómezbarros se titula Casa tomada, como el cuento de Julio Cortázar. El tema es el desplazamiento forzado. Por eso los cráneos que forman el cuerpo de cada hormiga están invertidos, uno bocabajo y el otro bocarriba, disposición que da lugar a pensar que está entrando, pero también que está saliendo. En Colombia, en el campo, los agentes que irrumpen con violencia en un lugar lo hacen para expulsar por la fuerza a sujetos pacíficos, enfrentamiento de flujo y reflujo que los cráneos invertidos sugieren sin ambigüedades y sin apuntar a un desenlace que está aún por dirimirse. La intención, entonces, es dual. El escepticismo es el signo de una época de desequilibrios, rebeliones sociales y catástrofes ambientales.

La de Gómezbarros es una obra de sugerencias y significados profundos, per- tinentes y lúcidos. Al intervenir y alterar la cotidiana presencia de una edifica- ción, introduce valores visuales en el espacio urbano que sorprenden e intrigan enriqueciendo la mirada, la imaginación y el intelecto. Ya instaló su propuesta en Barranquilla, en la antigua sede de la Aduana, segunda escala de un viaje que en 2010 tocó a Bogotá y a Santo Domingo, en la República Dominicana. En Bogo- tá el Capitolio Nacional recibió a Casa tomada, alterando la apariencia de la pla- za de Bolívar, lo que hermana a Echavarría, Tarazona y Gómezbarros, y pone de presente una actitud contestataria que no se manifestaba desde el auge en los años sesenta y setenta de la gráfica de temas políticos.

Por lo mismo, las intervenciones de Gómezbarros no son esteticistas, ya que están destinadas a desconcertar e incluso inquietar. Una particularidad de su pro- puesta es que, sin alterar los elementos de la instalación, al cambiar de locación también cambia el sentido. Si en Colombia la obra remite a los desplazados, en Santo Domingo remite a los inmigrantes económicos que la pobreza vuelca en los Estados Unidos.

Por ser numerosas y gigantescas, las hormigas pueden ofender o disgustar, pero nos sitúan con creatividad frente a un evento ficticio que cabe dentro de los límites de lo verosímil. En dicho evento no hay monstruos ni miedos fantasiosos al estilo de los escenificados en las películas de Hollywood, sino una meditación reposada que se hace visible en una serie de avisos oportunos sobre lo que ha sido el contradictorio viaje del hombre a través de la historia.


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Para un artista que trabaja en los albores del siglo XXI, el viaje por una ciudad o por un país puede reducirse, apelando a un intenso y estimulante ejercicio de ima- ginación, a saber mirar el cubo blanco de la galería. Un mundo mental de aconte- cimientos variados desfila sin cesar en nuestros cerebros y se puede volcar en el lugar donde se ha de realizar la exposición, involucrando materialmente el espa- cio expositivo. En tal caso la fotografía y el video pueden resultar los medios más apropiados y Máximo Flórez ha escogido el video para envolvernos a nosotros, sus espectadores, en una experiencia totalizadora y casi abismal.


Máximo Flórez, Anverso Reverso, 2008

Anverso Reverso es una obra cuyo sentido se capta mejor en la sala para la que fue pensada, por ser el escenario de los sucesos hilados por ésta. Esos suce- sos están repartidos en los once cuadros de la versión proyectada en la Galería Casas Riegner, once cuadros móviles realizados con cámara fija. En cada cuadro se desarrolla un suceso perturbador que raya, por su escala, en lo insólito. Es pre- cisoexplicar, por lo tanto, que cuando el autor de estas páginas entró en la galería y buscó instintivamente el ángulo apropiado para apreciar mejor las imágenes, bastaron unos cuantos pasos para quedar situado, sin proponérselo, en el sitio donde aparentemente había sido ubicada la cámara que registró las tomas que iban desfilando ante sus ojos. El muro del fondo, a unos cinco metros de distancia, servía de pantalla. El recinto proyectado en la pared duplicaba telescópicamente el recinto real y colocaba al espectador en la situación de ser el testigo de una serie de acontecimientos extraños que tienen lugarallí, en esa sala. Esos acontecimien- tos son los siguientes, entrecortados por cierres muy breves de pantalla negra:

1. Los detalles arquitectónicos de un salón de muros blancos aparecen velados por una atmósfera cargada de polvo blancuzco, fino pero espeso, que se disipa len- tamente y permite identificar, al desaparecer por completo, el lugar en el que se halla el espectador.

2. La galería es atravesada de un lado a otro por una gran masa de pelotas elásticas y ligeras de varios colores, pelotas que en intervalos irregulares se acumulan pira- midalmente contra el muro de la derecha, luego el de la izquierda, yendo y vinien- do al azar, rebotando entre pausas en las que nada se mueve.

3. A la galería, en principio vacía, penetran torrentes de pintura amarilla pastosa y brillante que se cuelan por las aberturas cuadradas de las luminarias del plafón.

4. Un conejo gigantesco que apenas cabe en el recinto come zanahorias, no menos gigantescas, que bajan desde las aberturas del plafón.

5. Una enorme cantidad de pequeños trozos de papel de aluminio revolotea en las salas refractando la luz.

6. Amontonadas en el piso, pelotas negras de caucho ruedan, saltan, rebotan y salen despedidas por las aberturas superiores, hasta desaparecer en su totalidad.

7. A la galería vacía entra, desde el primer plano, una marejada de petróleo que re- tando la gravedad se concentra y empoza en ciertos rincones, alcanzando alturas considerables.

8. La galería está llena de humo blanco. Fuego de incendio aparece en los muros y saltan chispas de lo que parece ser un enorme taco de pólvora, invisible al princi- pio, que se apaga y sale expulsado por una abertura del plafón.

9. En el piso de la galería vacía van cayendo uno a uno, introducidos por las abertu- ras superiores, cubos de madera de gran tamaño que rebotan y se van dispersando.

10.Continúa la corriente de petróleo del cuadro número 7, que ahora se acumula con- tra el muro del fondo. La sustancia se balancea de un lado a otro de tal modo que en el centro de la pared blanca, intocado, queda un plano elíptico casi perfecto.

11. Los muros de la galería se elevan lentamente sin que el piso se mueva y va apare- ciendo, en lontananza, una serranía. A la izquierda, muy pequeño, el artista per- manece inmóvil en medio de la vegetación escasa y luego corre en cámara lenta a treparse en una roca. La brisa mece a la derecha las ramas de un árbol y nos hace conscientes de que no estamos ante una imagen fija.
De modo inesperado el paisaje entra en la galería, ocupando la totalidad del muro que hace las veces de pantalla. Hasta el cuadro inmediatamente anterior el espectador estuvo presenciando dos veces el espacio de exhibición. En primer lugar el real; en segundo lugar, el virtual. Al concluir la proyección ha desapare- cido el recinto virtual, aunque el piso del pequeño escenario permanece a la vista y sólo queda el recinto real. En la versión final de Anverso Reverso, para que no se pierda la eficacia de la idea original cuando la obra tenga que ser proyectada en otros lugares, Máximo Flórez agregó un plano más, generando así el cuadro número 12. La cámara que encuadra el paisaje retrocede y el espacio de la galería entra en nuestro campo visual para coincidir con el plano que hemos estado con- templando todo el tiempo. El cuadro 12 se cierra con la imagen que el espectador tuvo en la galería al concluir el cuadro 11. No cabe duda que la formación de ar- quitecto le permitió a Flórez duplicar, en una maqueta, los detalles del espacio de Casas Riegner y escenificar once de los doce cuadros del video.
Flórez convirtió a la galería en el vehículo que nos permite viajar, transmu- tando su espacio en escenario y protagonista. Las alusiones a valores propios de la pintura (los atmosféricos, los de luz y sombra, o los ligados a la geometría, el rit- mo, la dinámica, el reposo, etc.) desfilan desvertebrados delante de nuestros ojos. La secuencia está organizada de tal modo que Flórez se permite el guiño surrealis- ta del conejo devorando zanahorias y concluye con el paisaje montañoso vasto y agreste, nada bonito, que se extiende en la pared como el mural de un pintor rea- lista del siglo XIX. Tras hilar una serie de reflexiones sobre el espacio, el color y el
movimiento, el cubo blanco de Máximo Flórez termina abriéndose al paisaje. Lleva el poder a la imaginación y no al revés. El artista logra así que el espectador sea un viajero que anda, experimenta y vive sin tener que abandonar el recinto expositivo.

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El artista viajero ha procurado, desde siempre, informar, comunicar y enseñar como poeta, no como maestro o profesor. On Kawara recorría el mundo y se limitaba a en- viarle a su galerista un telegrama informándole en qué ciudad estaba y cuál había sido su itinerario. Complementaba su diario acontecer con un plano indicando las rutas seguidas por él en cada ocasión. El autor de este ensayo recuerda haber visto en una ga- lería neoyorquina estos documentos (telegrama más plano) precisando escuetamente el recorrido de su visita a Bogotá, en los que registraba su caminata de ida y vuelta por la carrera séptima, desde el hotel Tequendama hasta el museo del Oro y unos cuantos rincones de la Candelaria. Eso era todo.

Lo anterior quiere decir que el artista viajero pasó de representar lo que ve en el camino a documentar o alterar lo que halla, siente, aprende o hace al transitar, sin im- portar si sale o no de su taller. Documentar, registrar y revelar son las acciones que le permiten materializar sus propósitos. Si le conviene, tiene en cuenta el paisaje como Edward Mark y Frederic Church; si no, lo ignora como On Kawara. Un paisaje es un paisaje es un paisaje, pero de ningún modo constituye el fin único de una gira porque, como ya vimos, para viajar no siempre hay que desplazarse físicamente.

El artista de hoy visita lugares o países por razones inherentes al tipo de propuesta que aspira a elaborar. Piénsese en Richard Long, Robert Smithson, Andy Goldsworthy y Ana Mendieta entre otros, cuyas obras no serían lo que son si estos artistas no hubie- ran trabajado in situ, a menudo en lugares inhóspitos. En la época de gloria de la pintu- ra a secas, Mark y Church pintaban. En la época del arte regido por ciertos principios conceptuales y teóricos, los colombianos Pablo Adarme, Mateo López, Jaime Tarazona, Juan Manuel Echavarría, Rafael Gómezbarrios, y Máximo Flórez estructuran sus ideas, las barajan en función de un fin específico y crean interrelaciones o rupturas según el contexto inherente al tema que tratan. Luego, en función del medio o del soporte, las concretan. Algunos representan lo que ven, otros intervienen o alteran lo que en- cuentran. Los móviles son diversos. Van del divertimento a la denuncia, codeándose siempre la reflexión sesuda y la sonrisa burlona que preceden a la risa estrepitosa.