Caligrafía de las sombras como legado

Juan Diego Perez Moreno

Nelly Sachs1

[Advertencia sobre las notas al final. Pese a que este texto pertenece y quiere pertenecer a la brevedad de un espacio delimitado –el del ensayo-, y pese a que su objeto se estudio es quizá lo más breve que podemos ver –qué más breve que el instante infinitesimal de lo fotográfico-, todo lo que aquí se dice intenta señalar un exceso de sentido, un desbordamiento, una imposibilidad de totalización. Exceso, tal vez, que explota en unas notas que no deben pensarse como complementos sino, mejor, como suplementos del sentido que aquí pretendo explorar, es decir como indicios del movimiento de un sentido siempre infinito, siempre otro.]

Serie Silencios de Bojayá

Silencio ciego

2010

101x152cm

Digital C-Print

i. Ceguera Silencios de Bojayá:2 el silencio plural que habita este topónimo, esta palabra que designa un espacio forzosamente deshabitado y prohibido, un espacio que nos hiere con el mutismo ensordecedor de un sentido fracturado que nos es y será siempre ajeno, es el silencio de una fecha única y secreta. Una fecha de la que sólo resta la ceniza, la ruina huérfana, el índice –la fotografía, quizá- como cifra de su partida definitiva. Una fecha que se conmemora como el sustrato no-memorable de toda narración mnemónica, como aquello que sólo conservamos bajo la forma de un silencio ciego, la marca o el trazo de lo inmemorial. Una fecha que reúne en ella a 119 muertes singulares, irrepetibles, insepultas; una fecha secreta y enmudecida que es una y es muchas, al menos 119. A las 10:43 de la mañana del 2 de mayo 2002, una pipeta de gas lanzada por guerrilleros de las FARC en medio de un combate con paramilitares de las AUC explota en una iglesia en la que se resguardan 119 civiles en la cabecera de Bojayá, un pequeño municipio en el Chocó. El estruendo se prolonga en un intervalo de silencio que llega hasta nosotros como la fuerza de una violencia que quiebra nuestro intento de elaborar una experiencia que nos hiere, que es siempre otra, que viene y retorna al otro muerto cuya alteridad entrecorta estas palabras. Fecha, sin más, traumática:3 sentido invisible, no-apropiable, ubicado en la exterioridad de un exceso incomprensible, del más-allá-del-sentido de las víctimas que (no) se presenta en una representación que, como sugiere Cathy Caruth, “no sólo representa la violencia, sino que transmite también el impacto de su propia incomprensibilidad”.4 La superficie de la fotografía, registro prometedor de una visión directa, se superpone aquí con la de un tablero derruido, espacio de escritura, para la escritura. La metáfora de Echavarría es aguda: la superficie de la fotografía-tablero, una superficie captada en un primer plano que previene la profundidad del espacio fotográfico, es aquí el espacio de una extensión blanca, de una escritura que se borra a sí misma para exponer su sentido en su no-exposición: una escritura de la no escritura, una escritura ciega. Frente a la promesa de visión se impone el silencio ciego de la fotografía como escritura del trauma: superficie sin profundidad, signo ilegible de una literalidad prohibida, significante en que el que se desplaza un significado –una(s) fecha(s)- que no es ni ha sido nunca inmanente, que siempre está fuera de sí. No hay nada que ver, no hay revelación ni encarnación de sentido; sólo queda, siguiendo a Blanchot, “la espera de una mirada más amplia, de una posibilidad de ver sin las palabras mismas que significan la vista”:5 la suspensión de la visión, la ceguera como una actitud de lectura que abre el espacio en el que nos (des)encontramos con el otro muerto –la fecha traumática, el sentido que habla sin hablar en la sordera de un silencio ciego.

Serie Silencios de Bojayá

Silencio caído

2010

101x152cm

Digital C-Print

ii. Sufrimiento, praesentia in absentia ¿Cuál es la verdad –si es que se trata de algo así- que aparece en estas fotografías? ¿De qué se trata esta posibilidad de ver que sólo se abre con el reconocimiento de la ceguera, de esta interrupción hermenéutica? El tablero se resquebraja, su cuerpo se desmiembra en una superficie agrietada, fracturada que poco a poco se cae, se desnuda, desaparece del campo de la visión. El espacio de la escritura se hace fragmento, se expone en su absoluta vulnerabilidad, se retira o vacía de sí mismo no para descubrir una verdad oculta –una fecha, un sentido- y así cumplir con la promesa de la visión, sino más bien para anunciar su carácter impenetrable, siempre otro, exterior y hermético, en la aparición muda de una frontera inquebrantable: un muro. No pasaremos, nunca podremos pasar, No pasarán: no hay contraseña que valga -esa es, quizá, la verdad ciega de estas imágenes que se oponen a la luminosidad prometedora de una verdad moderna, ilustrada y, en breve, redentora. No hay redención estética; la fecha impronunciable, el tiempo y el espacio de las 119 muertes, es y será siempre un tiempo y un espacio otro en su singularidad sin sepultura, un sentido otro que nunca podremos totalizar, que no está aquí -en una presencia inmanente al signo fotográfico- pero tampoco allá, en el más allá de una trascendencia redentora, de un centro de sentido originario, de una promesa de visión. Se trata de una verdad fragmentaria, un silencio caído, una referencia caída, traumática,6 que se presenta ausentándose, in absentia, o, diríamos con Nancy, en la auto-apertura de un “fragmento: ya no la pieza caída de un conjunto quebrado, sino el destello de lo que no es ni inmanente ni trascendente, la apertura y la fractura del acceso”.7La apertura/fractura del umbral: estoy contigo adentro, afuera. ¿Y no es esta verdad ciega la verdad de toda fotografía, de todo índice, quizá de toda escritura? La contigüidad, la proximidad material del registro fotográfico es sólo la afirmación de la distancia insalvable de la pérdida, de una oscuridad desnuda en la que la lo único que aparece es la desaparición como la verdad de todo aparecer. El otro muerto nunca está ni estará aquí: su tiempo es el de un pasado absolutamente pasado, el tiempo del diferimiento (espaciamiento, retraso y aplazamiento, différance) del sentido que se traza en la violencia de la huella. No, no hay nada que se revele ni que se releve, sólo el movimiento del vaciamiento, la salida de sí en la frontera, el destello del fragmento, la prohibición del paso, o, desde este lado, desde el lado del sobreviviente, el sufrimiento frente al muro, la superficie impenetrable de un duelo imposible, de un lamento sin fin: “estar delante de la oscuridad del sentido ni develado, ni producido, ni conquistado, sino sufrido […] Sufrir el sentido: sufrir su estar-ausente”8, reconocer su presencia como una alteridad que vive con nosotros: una ausencia dolorosa que jamás podremos interiorizar, la violencia indecible que se cifra en una herida –nuestra herida- que sólo cicatriza (sin hacerlo nunca) cuando nos comprometemos a cuidar su abertura. Praesentia in absentia: no tenemos palabras (ni silencios) para nombrar la muerte.9

Serie Silencios de Bojayá

Silencio con gotas

2010

101x152cm

Digital C-Print

iii. Ver el rostro de la Medusa –soplo entrecortado Silencio con gotas, silencio de lágrimas. La fotografía llora sobre un muro –una puerta prohibida, un paso interrumpido- cubierto por la humedad cuya ruina y abandono invita a unos espectadores vegetales: el musgo crece con cuidado sobre la superficie, acaricia las heridas de un pasado violento que resuenan en las grietas y la cubre, las borra como se borra el dolor en una cicatriz: oculta para anunciar la hendidura pasada, olvida para recordar. Un par de helechos asisten a esta ceremonia de velación (sepultar, pero también ocultar), testigos mudos que, en poco tiempo, custodiarán por completo el tablero, lo cobijarán con su sombra.10 La escena es la de un cuerpo desgarrado que exhibe sus llagas, su dolor, apelando a la fuerza de una belleza sutil. Es innegable: Echavarría le apuesta aquí a una arriesgada estetización de la violencia que, no por eso, deja pasar la advertencia e Benjamin sobre la estetización de la política y, en particular, de los desastres de la guerra.11 “La transformación que se logra en el arte es lo que nos permite ver el horror sin paralizarnos”,12 afirma el artista: el gesto estético no supone aquí una neutralización o dialectización del dolor ajeno, pues consiste una estrategia que abre una visión-ciega, una posibilidad de ver lo invisible, de despertar al dolor ilegible del otro muerto.13 En efecto, la operación estética que subyace en las fotografías de los tableros huérfanos de Bojayá no es la de una totalización del sentido que permite la interiorización de la alteridad y la singularidad de las víctimas en la obra de arte; por el contrario, las imágenes suspenden todo intento de totalización en la medida en que su belleza es la huella de un exceso de sentido no-apropiable, de una alteridad que nos agrede con su fuerza incontenible: una mirada que nos desborda. “El arte es como el escudo de Perseo en el cual podemos mirar el rostro de la Medusa”,14 escudo que se protege de una verdad aterradora que no puede ni debe verse directamente. La apuesta aquí es la del testimonio entendido como una visión indirecta que se encarna en la acción sorda del musgo. Niemand zeugt für den Zeugen, escribe Celan:15 las fotografías conmemoran la fecha traumática, la fecha secreta del silencio plural que recorre todos los tableros, confesando su impotencia para hospedar un sentido otro que sólo las habita des-habitándolas. Echavarría escribe borrando, recuerda olvidando: su poética es la de una visión alegórica de mundo que encuentra su forma en la exposición estetizada de un desobramiento:16 el au-sentido (absens)17 de la muerte nos sobrepasa, el duelo nunca termina. La sombra de la Shoah –el nombre de lo sin nombre, de una violencia inapelable- llega a nosotros en estas fotografías no como un discurso que habla sobre algo, “sino como un soplo que en verdad no habla, […] una larga síncopa de sentido”,18 una renuncia a la narración. Un soplo anterior a la palabra en el que resuena el silencio como imperativo ético: la plegaria muda,19 el llamado incontestable del otro muerto, la interrupción que nos despierta. Soplo: raíz de la comunicabilidad pero no-comunicación en sí mismo: palabra entrecortada, quizá tartamudeo, palabra-silencio. Sólo viene hacia nosotros un –tu- aliento indecible, “nuestro soplo entrecortado”.20

Serie Silencios de Bojayá

Silencio atrapado

2010

101x152cm

Digital C-Print

iv. Caligrafía de las sombras Como si se tratara de los trazos que las líneas que anuncian un punto de fuga, los cuatro vértices que marcan los bordes entre los muros y el suelo y entre éstos y el cielo abierto convergen en un punto de encuentro prometido pero invisible: un punto ciego. Un muro con un tablero abandonado interrumpe esta proyección de la visión y posa nuestra mirada sobre el espacio de esta habitación cerrada, del encierro de este silencio atrapado. La fotografía protege un secreto, lo encierra en una cripta que guarda la singularidad de 119 muertes, la alteridad absoluta de una fecha traumática, herida, plural. Al anteponer la superficie del tablero vacío, vaciándose, la fotografía consagra el sustrato inmemorial de la muerte previniendo su dialectización. Atrapa el secreto, pero no lo ahoga; antes bien, lo presenta en su no-presentación, en su ausentarse, en su resistencia a la interiorización. Se cierra sobre él abriéndolo a la extensión infinita del cielo. No hay muerte que dialogue el nosotros de los testigos, los espectadores de este lado del muro; su fuerza inapelable punza la fantasía de una comunidad total en la que incluso los muertos se recuperan como presencias. Quizá sea ese el punctum de estas fotografías,21 la advertencia de una ‘muerte indialéctica’: su verdad es la de una interrupción, de la fractura que hace  la idea de un nosotros completo y que, más bien, lo revela como una unidad necesariamente quebrada, desobrada. “No debería suponerse un «nosotros» cuando el tema es la mirada al dolor de los demás”22 dice Sontag: todo intento de totalización de la comunidad en un nosotros que observa y se observa en el relato de la Historia –un nosotros moderno, iluminador- oculta el silencio de los vencidos,23 la opacidad siempre ilegible que antecede a toda visión: la oscuridad en la que se abre nuestra posibilidad de ver. La escritura del trauma de Echavarría es una escritura caligráfica que se resiste a la codificación, a la apropiación o incorporación de un sentido otro que la excede. Forma que consigue hablar en silencio, vaciándose de la voz en un soplo; significante cuyo significado (des)aparece en una superficie sin profundidad; silueta que es sólo sombra. Caligrafía de las sombras como legado: es sobre esta conciencia del desobramiento que se erige el nos-otros herido, frágil, de la comunidad quebrada que se anuncia en estas fotografías: una comunidad fundada sobre la interrupción de la muerte, una comunidad cosida a partir de la fractura. (Punzante legado: escribir con sombras o quizá des-escribir todo lo escrito. Escribir sobre la línea de tu sombra que me acompaña como lo otro que se anuncia en la negrura de la mía, circundar tu voz silente en el trazo infinito de la huella, la caricia tangencial que demarca tu habitación prohibida, un soplo entrecortado, un ojo –mío, tuyo, nuestro- ciego; velarte, sin más, en el centro sin centro de una tumba abierta, de esta escritura opaca y suspendida: el abismo caligráfico de nuestra o. Sí: (des)encontrarte en el eco, tocarte en la estela de tu fuga sin retorno).